(9) El dios del día y la diosa de la noche

Splendor Solis

Adorar al Sol como un dios pertenece a todas las mitologías primitivas, aunque no fue personificado hasta que el emperador Augusto construyó en el Palatino de Roma un grandioso templo al hijo de Zeus, Apolo, “el dios del Sol”. En la mitología, Apolo es un auriga que, en su carro de cuatro caballos, entra por el Este y sigue su ruta diaria hasta salir por el Oeste, iluminando, calentando y vivificando la superficie terrestre. Es realmente un dios al que tenemos que estar agradecidos, aunque sus casi infinitos beneficios están, en cierto modo, compensados por consecuencias negativas de sus ardientes rayos ultravioleta, como bien saben los dermatólogos y colman de satisfacción a los fabricantes de cremas anti-solares.

El Sol, aunque es una estrella más del universo, ubicada en los límites de la Vía Láctea, tiene, sin embargo, la singularísima dignidad de proteger la vida en su planeta Tierra, único habitado -hasta hoy-, donde hay seres vivos que dependen de la luz y el calor que emanan del Sol, el “dios del día”, porque sin su luz todo es oscuridad. Mi Avatar me pide que le diga algo más de este bello y benefactor “dios del día”.

Nuestro Sol está a unos 150 millones de kilómetros de la Tierra, y como todas las estrellas, es una gigantesca bola de gas (hidrógeno, sobre todo), cuya superficie está en torno a los cinco mil grados centígrados y emite luz cercana a los 60 watios por metro cuadrado, equivalente a un millón de bombillas terrestres. El Sol emite, por tanto, luz y calor, elementos necesarios para la vida, pero también un flujo continuado de partículas (protones y electrones fundamentalmente), que se conoce como “viento solar”, y que alcanza una velocidad de 400 kilómetros por segundo. Cinco veces más veloces son las partículas procedentes de las erupciones solares o “tormentas magnéticas”. Hay otras protuberancias y manchas en la superficie solar que, vistas desde la Tierra, denuncian una desenfrenada actividad, no sólo por la fusión del hidrógeno, que se transforma en helio por reacciones termonucleares, sino también por la pérdida constante de su energía inicial, unos dos mil billones de billones de toneladas de masa. Ante la inconmensurable masa/energía que durante millones de años ha ido lanzando al espacio interestelar, la cantidad restante es suficiente para calcular que la vida en la Tierra está garantizada para unos cuatro mil millones de años más.

Sólo una pequeña parte de esta energía llega a la Tierra, en forma de luz y calor, originando la fotosíntesis vegetal que inicia el ciclo periódico de la vida “verde” y culmina con la absorción de nutrientes en el mundo animal. Además, en épocas remotas, los vegetales que murieron y quedaron enterrados conservaron la energía solar recibida, que hoy se puede aprovechar como combustible (carbón, gas, petróleo). El calor del Sol afecta también a las aguas de los océanos, que se evaporan, formando las nubes que riegan la tierra y sacian la sed de todos los animales de sangre caliente, originando además los vientos que limpian la atmósfera y producen la energía eólica. La energía solar que llega a los vegetales es captada y transformada en energía química gracias a la clorofila, el pigmento verde de las plantas, que se excita por la luz, dando origen a la fotosíntesis. Esta consiste en una reacción química que permite a la planta asimilar elementos primordiales de la tierra mineral (nitratos y sulfatos), absorber los hidratos de carbono del aire y expulsar, como desecho químico, el oxígeno que será clave en la vida animal.

Dicen los científicos que el Sol nació como una bola de gas hidrógeno hace 4.600 millones de años, y ya hay quien habla de su final cuando se agote el combustible de hidrógeno que lo mantiene en actividad al transformarse en helio. La persona interesada puede leer con provecho el libro del profesor de la universidad de Sevilla Miguel Ángel Sánchez Quintanilla El final del universo (RBA, 2016). Este final ocurrirá en proporción a la masa de cada estrella, pero no antes de miles de millones de años (Mi Avatar me mira con cara de asombro). Mientras tanto, la Ciencia astrofísica se preocupa por nuestro futuro más próximo. Por una parte, debe estudiar la forma de sacar más provecho de la energía del Sol; por otra, de prevenir desastres provenientes de la actividad solar. A lo largo del siglo XX se han ido estableciendo en los países más desarrollados Centros de Astrofísica para el estudio del Cosmos. En uno de ellos (Harvard) se descubrió que el sistema solar tarda 226 millones de años en recorrer su órbita, a una velocidad de 216 kilómetros por segundo, a través de la Vía Láctea. Es decir que pasó por el mismo sitio que está en la actualidad, cuando los dinosaurios dominaban la Tierra.

Desde entonces, se han lanzado al espacio, rumbo al Sol, varias sondas para intentar desentrañar los misterios de ese “dios del día” terrestre, cuyos rayos intimidan a cualquiera. La Agencia Europea del Espacio (ESA) que tiene su base en la población madrileña de Villafranca del Castillo, es una de las más activas. En noviembre de 1998 lanzó al espacio el satélite “ISO”, de observación de rayos infrarrojos, superando los datos del telescopio Hubble de la NASA sobre nuestro origen. Casi al mismo tiempo, la sonda “Stereo” de la NASA enviaba a la Tierra imágenes espectaculares del Sol, en tres dimensiones, pero fueron científicos japoneses los que consiguieron mejores resultados con sus satélites “Yohkoh”, “Soho” y el observatorio “Hinode”, que captaron numerosas fotos deslumbrantes (más de un millón de imágenes) del viento solar, de las explosiones y manchas solares. Parece que nadie puede competir con los japoneses en las técnicas fotográficas.

En el año 2011, el telescopio “Kepler” de la NASA ha descubierto nada menos que 500 soles similares al nuestro en una constelación (Cygnus-Lira) de la Vía Láctea. Para nosotros, sin embargo, el Sol que nos calienta y da vida será siempre nuestro protector “dios del día”, la única estrella que sostiene nuestra frágil y breve existencia.

 

La diosa de la noche

Luna llena

Si el día es un derroche de luz, que todo lo inunda y anima, la noche es la oscuridad, el descanso, la hora de la ensoñación, la “otra” vida creada por nuestro cerebro, que siempre está activo. ¿Quién puede extrañarse de que los primitivos homínidos, ante los terrores nocturnos producidos por la oscuridad, veneraran como a una rutilante diosa a la Luna llena, rebosante de fría luminosidad, que hacía palpitar a sus corazones? Hoy sabemos que es una luz reflejada, pero ellos no lo sabían; solamente podían suponer que era una diosa bellísima que daba luz a sus noches de amor y que pronto desaparecía, vencida por la bola ardiente del Sol.

La Luna es un satélite, ochenta veces menor que la Tierra, de su misma composición mineral, que gira sobre su eje a una distancia de 356.000 kilómetros de nosotros. Su diámetro es de 3.473 kilómetros y posee una gravedad unas seis veces más pequeña que la de la Tierra, sobre la que ejerce una atracción gravitatoria superior a la del Sol. Aunque influye notablemente en la superficie de las aguas (mareas) y en todos los seres vivos, la “diosa de la noche” es sumamente vergonzosa porque esconde su espalda y siempre la vemos de frente. Se dice que tiene “un poder mágico” de seducción en todas las personas que la contemplan, y parece ser verdad, como afirma Paul Kattzeff (El poder mágico de la Luna, Martínez Roca, 1990). Gracias a la Luna, en su fase llena, el mundo animal siente un aumento de los impulsos sexuales, y los investigadores de la física de partículas han comprobado también su influencia en los electrones.

Su condición de satélite frío tan cercano a la Tierra ha hecho soñar a literatos y fabuladores cinematográficos con una visita humana, que no se ha podido convertir en realidad hasta el 20 de julio de 1969, día en que el astronauta norteamericano Neil Armstrong logró pisar el suelo lunar, gracias al avance tecnológico del siglo XX. Una aventura de altísimo riesgo, porque no estaba asegurada la vuelta a casa. Fue un temerario viaje a un desconocido mundo, carente de atmósfera. El programa, bautizado como “Apolo 11”, supuso una inversión de más de 24,000 millones de dólares y varios años de trabajo especializado (cohetes, trajes espaciales, sistemas informáticos, etc.) en el que participaron más de 400.000 trabajadores. El presidente de los Estados Unidos, John F. Kennedy, impulsor del proyecto, excitó el patriotismo norteamericano al proclamar que era “la aventura más grande y peligrosa en la que jamás se ha embarcado el hombre”. Al fin, muchos millones de telespectadores podían asistir al encuentro con la deseada “diosa de la noche”.

Pero también fue una aventura decepcionante para muchos, que esperaban encontrar a extraños “selenitas” (La Luna era la diosa Selene para los griegos). La ilusión había comenzado en 2006, cuando una sonda (Smart-1) se estrelló contra el suelo lunar, con una temperatura de -258º c. y miles de cráteres, algunos con agua helada en su interior, que los expertos calculan en unos 600 millones de litros. El satélite está ya tan estudiado que se han suspendido estos costosos viajes interestelares en beneficio de otros astros menos conocidos.

Pero lo que ha producido el mayor asombro de mi Avatar es que un avispado empresario norteamericano, Dennis Hope, fundó en 1980 la empresa “Embajada lunar” para comercializar la superficie de la Luna, basándose en el Tratado de Naciones Unidas sobre el espacio exterior, firmado en 1967, que especifica que ningún Gobierno de la Tierra puede reclamar la propiedad del satélite, pero no dice nada de los particulares. En el año 2006 saltó la noticia de que lleva 25 años ofertando terrenos en la Luna, habiendo vendido la escandalosa cifra de 2,5 millones de parcelas. Por lo visto, hay tal cantidad de necios ingenuos en este planeta que el suculento negocio le ha producido ya más de 50 millones de dólares.

Queda el misterioso origen de nuestro satélite, todavía no explicado a satisfacción de todos los científicos. Pero la teoría que cuenta con mayor apoyo es una colisión violenta, de otro planeta o cometa, que impactó a gran velocidad contra la Tierra, en la fase previa de su formación, dando origen y situando en una órbita terrestre, con rotación propia, a la “diosa de la noche”, para alegría de la vista y emoción amorosa de la mente humana.

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