(113) Nuestros parientes los «Denisovanos»

Reconstrucción de una joven denisovana

Leo en la prensa de hoy, 3 de noviembre de 2019, un reportaje bastante amplio sobre una especie humana, ya extinguida, conocida como los “Denisovanos”. No es la primera vez que tengo la oportunidad de leer algo sobre estos “parientes” ancestrales, pero sí me  encuentro ahora con nuevos datos. Para empezar, se reproduce el dibujo  de  una niña  de  unos nueve años,  cuyos rasgos faciales han sido  dibujados aproximadamente,   a partir de su ADN, que comparte con nosotros, según los genetistas españoles que descubrieron sus restos (un dedo meñique y un diente) en una cueva al sur de Siberia, conocida como “Denisova”. Se nos presenta como “el eslabón perdido” entre los conocidos neandertales y el homo sapiens (el hombre actual). Era una hembra de poca edad, hija de una pareja de dos “diferentes especies” (sin especificar), que pudieron aparearse, y tener descendencia. Ocurrió hace 80.000 años, según el cálculo del paleantropólogo John Wawks, que fue quien  encontró esos restos en ese “mundo perdido” al norte de China.

Los “denisovanos” eran humanos que convivieron con los neandertales y los primeros “homo sapiens”, completando el panorama genético de nuestros orígenes, pero constituyen todavía un misterio sin descifrar,  como los detalles de la evolución humana que nos intriga tanto. Lo que sabemos de ellos ha sido gracias al profesor Tomás Márquez-Bonet, del Instituto de Biología Evolutiva de Barcelona, que ha logrado ponerle cara a estos  “enigmáticos” humanos, que se cruzaron en Siberia y Asia oriental con los “homo sapiens” y se extinguieron después, se supone que hace más de  50.000 años.

Esos denisovanos siberianos eran seres humanos muy parecidos a nosotros  pero con una cabeza más grande y una estatura de 1,75 m. y un origen diferente (¿) que durante varias generaciones se cruzaron con los humanos europeos que emigraron al continente asiático hace unos 200.000 años. Esto quiere decir que llevamos todos su ADN en nuestro patrimonio genético. El denisovano es el hermano  mayor que  “nunca pudimos conocer”, el eslabón perdido de la gran familia de los homínidos, que vivían en las tierras montañosas de Asia.  Gracias a ellos, según los expertos, podemos soportar las alturas. Sin la transmisión de sus genes no estaríamos capacitados para subir a la cima de ninguna montaña. La genética es una ciencia que tarda en descubrirnos sus secretos, pero al final se rinde a nuestro ruego.

(112) Primer catálogo de una Floristería madrileña

Con toda seguridad, en la Plaza Mayor de Madrid, en las más concurridas plazuelas de la Cebada, de los Caños del Peral, de las Vistillas o de San Felipe el Real, se podían encontrar, desde tiempos de Felipe II, puestos callejeros de flores, una mercancía casi de primera necesidad en días de alegría familiar. Pero no creo que  ninguno de estos comerciantes haya impreso un “Catálogo” de sus plantas y flores en venta, lo que sí ocurrió, supongo que por vez primera, en tiempos de Carlos III, en que un francés, de apellido Guiot, proclamándose “mercader de flores”, dio a la imprenta un Catálogo de flores, folleto de veinte páginas de extrema rareza, que no se conserva en ninguna biblioteca pública. He tenido la suerte de consultar el que creo ejemplar único, de un coleccionista privado, en una sala de subastas de Madrid en el mes de diciembre de 2010.

Comienza el librito anunciando que: “El señor Guiot, mercader de flores, hace saber a los amadores de las flores que lleva toda calidad de plantas, granas y cebollas, que producen flores de las más curiosas, a justo precio”. No dice dónde se vende esta mercancía, pero sí que las tiene “artificiales grandes y pequeñas de seda”. Las flores “naturales” procedían de Malta, Inglaterra y Chipre, “que vende por onzas”, y toda clase de semillas de “flores de otoño”. Como no es frecuente tener entre las manos un catálogo de floristería de tanta antigüedad, tomé nota de algunos nombres de flores que pueden interesar a un botánico lector. Tenía, sin duda, flores raras pero otras no tanto, de nombre común, como jacintos dobles, narcisos muy dobles, junquillos dobles, varas de Jessé dobles, tulipanes (a unos llama del “Toisón de Oro” y a otros “El duque de Malborruch”), rosales odoríferos, “flores de pasión”, “francisillas dobles muy raras”, entre las que se significa “La hermosa Razón” (amarilla, hombreada de rosa y negro).  Lo más llamativo son los alias populares, que se aplican a raras especies de claveles: “El rey de los moros” (de color negro como la pez), “La reina de los moros” (negra, bordada de amarillo), “El emperador de Marruecos” (amarillo, hombreado de rosa y verde), “El rey de Persia” (azul celeste). Quede aquí constancia de que en el Madrid de Carlos III existía, como era esperable, un gran comercio de plantas y flores, incluso artificiales, importadas de lejanas tierras, según dice el catálogo impreso, primero que se conserva, aunque no sepamos su actual paradero.

Francisco Aguilar Piñal

(111) Fósiles

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Todo cuanto vive en la superficie del planeta Tierra queda sepultado para siempre cuando llega la hora de su muerte, que no es más que su desaparición o aniquilación de la vida, un suspiro comparado con la eternidad (si tal cosa existe). Desde ese momento, el ser vivo se va transformando, con la muerte de cada célula de su cuerpo yacente. Pero la muerte de las células no es ni uniforme ni instantánea. En realidad, decimos que ha llegado la muerte cuando se para el corazón y por tanto, el riego de la sangre corporal, pero se sabe que el cerebro sigue funcionando durante unas horas, con una muerte lenta, ya que las  células cerebrales siguen activas durante un par de horas. Esto       quiere decir que, aunque no lo manifieste, el difunto oye y piensa, aunque cierre los ojos y no lo pueda expresar con palabras.

Hace algunos años, supimos por la prensa que se encontraron en Portugal un gran yacimiento de trilobites gigantes fosilizados y  en Sudáfrica piezas dentales fósiles de hace dos millones de años; también fosilizado se encontró un animal volador más antiguo que los murciélagos, con 70 millones de años; en la Amazonia americana geólogos españoles del CSIC hallaron en 2006  animales invertebrados fosilizados cuya edad se calcula en cerca de quinientos millones de años;  sorprendentes son también las recientes noticias del descubrimiento de un mamut fosilizado en  un  aparcamiento de Los Ángeles o los fósiles de unos 800.000 años encontrados durante las obras de la M-30 madrileña. En cuanto al continente americano, parece que los más antiguos fósiles humanos, hallados en California, pertenecen a una mujer de 13.000 años de antigüedad. Más curiosa es la noticia de haberse descubierto en China el  fósil de un “lagarto volador”, noticia que trajo la prensa en el año 2007.

La historia es siempre arqueología, es decir, bucear en el pasado. No tenemos otra cosa, porque el futuro no lo conoceremos hasta que no se haga presente. Mientras tanto, tenemos que jugar con los fósiles.

(110) Historia del amor en 15 sonetos_15

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Por fin, el poeta se decide a definir el amor humano, que es un “arrebato de locura”, un “cálido sentir”, un “éxtasis de ternura”, “una ilusión de futuro” y sobre todo, con esa bella metáfora del último verso, “fundir dos fuegos en la misma llama”. Es el fin del proceso amoroso que, aunque no se quiera reconocer, es un proceso involuntario.  Nadie puede sentir amor ni odio, ni tener ningún otro sentimiento voluntariamente, ya que los sentimientos, por definición, no dependen de la voluntad. Ni siquiera el amor a Dios.

 

Definición del Amor

Amor me dijo, socarrón, un día
que nada de sus mieles yo sabía.
Le dije que gozaba con el beso,
y luego me decía: no, no es eso.

Le dije que adoraba a una doncella
honesta, candorosa, pura y bella,
rendido ante sus pies con embeleso,
y siempre respondía: no, no es eso.

Amor es arrebato de locura,
un cálido sentir que nos inflama,
un éxtasis sublime de ternura.

Amar es desear a quien se ama,
sembrar el alma de ilusión futura,
fundir dos fuegos en la misma llama.

Francisco Aguilar Piñal

 

(109) Historia del amor en 15 sonetos_14

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Las tres Gracias

Ante el cuadro de Rubens,
Las tres Gracias,
en el Museo del Prado (Madrid)

Leyendo el libro del poeta latino OVIDIO sobre el Amor.

 

El libro abrí, vedado a los curiosos,
y entre sus viejas páginas buscando,
hallé sucesos varios y asombrosos
de dioses que a mi modo voy soñando.

De Ovidio los poemas licenciosos
fueron a grandes trazos dibujando
la vida y los enredos amorosos
de  aquellos dioses que acabé pintando.

Mas en aquel Parnaso de los cielos,
morada de mi pobre poesía,
dos vírgenes robaron mi cordura.

Las diosas de la Danza y la Alegría
provocan el veneno de mis celos
al ofrecer, desnudas, su hermosura.

                                     Francisco Aguilar Piñal

(108) Historia del amor en 15 sonetos_13

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El poeta quiere expresar la desazón que produce el paso del tiempo  y aconseja a la juventud  que  disfrute de ella mientras pueda, evocando la corta vida de las flores.

 

Collige, virgo, rosas

Naciste ayer y morirás mañana,
virgen más bella que la fresca rosa.
Enamorada de tu faz hermosa
eterna crees tu belleza humana.

Pintores y poetas –cosa vana-
querrán dejar memoria misteriosa
de tanta juventud esplendorosa,
reflejo de la imagen soberana.

Mas todo pasa con veloz carrera,
segada por la Parca la hermosura:
la flor de ayer es polvo de la era.

No pierdas el instante mientras dura,
que breve es la risueña primavera
y trágico el final de tu figura.

Francisco Aguilar Piñal

(107) Historia del amor en 15 sonetos_12

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El poeta, en su madurez, canta el sentimiento triste del pasado feliz, que huye al mismo tiempo que su corta vida, y recuerda con añoranza el amor perdido, que no volverá.

 Otoño

Sobre mis sienes, blancas sin  tardanza,
las hojas van cayendo lentamente.
El frío del otoño, mansamente,
en mi cansado corazón avanza.

Un sentimiento triste de añoranza
enturbia de mis aguas la corriente,
que todo lo vivido ya es ausente
y muere sin remedio la esperanza.

No volverá el estío, ni ese leve
calor de primavera, cuando en celo,
amor fundía la escondida nieve.

Ni volverán las aguas del consuelo,
en el ocaso de mi vida breve,
a fecundar mi resecado suelo.

 Francisco Aguilar Piñal

(106) Historia del amor en 15 sonetos_11

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No hay amor sin deseo. El amor es un sentimiento que consiste en desear la unión con la persona amada. “Astuto vendedor de maravillas” dice   el poema, porque el amor es solamente una maravillosa ilusión de futuro pero, como tal ilusión, puede ser  engañosa si es solamente un deseo, porque este sentimiento es pasajero, y una vez sentido, muere.

Si la ilusión se conserva, el placer perdura, renovándose continuamente.

Deseo

Eterno violador de mis orillas,
perturbador de mi tranquilo sueño,
artero seductor de vil empeño
y astuto vendedor de maravillas.

Que vienes, impudente y de puntillas,
profanas los misterios de mi ensueño
y quedas por señor y único dueño
de mi soñar, que allanas y mancillas.

Excitas de mi mente los ardores
y borras, como el mar, las limpias huellas
impresas por la fe de mis mayores.

Tus olas me penetran y con ellas
el vivo desear de mil amores
que me seducen como mil estrellas.

Francisco Aguilar Piñal

(105) ¿Quién escribió ¨El Quijote¨? (II)

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                                                                      (II)

Si nuestro Miguel de Cervantes fuese realmente el autor del Quijote habría que añadir al merecido título  de “Príncipe de los Ingenios Españoles” el no menos honroso de “Señor de los milagros”. Porque milagro, y no pequeño, es conservar en la memoria los nombres de todos los personajes que cita, sin tener biblioteca propia, ni mesa de trabajo, ni armario para guardar sus manuscritos, sin reales para comprar tanto papel, pluma y tinta,  sin unos meses de tranquilidad para escribir, siempre de acá para allá, entre espadachines, truhanes y mozas de partido. Sin estudios superiores, sin acceso a más bibliotecas que las de los amigos, ¿cómo consiguió escribir la mejor novela de todos los tiempos, en el mejor español del Siglo de Oro, maestro de la lengua, de la fabulación, de la sátira más fina de la sociedad de su tiempo? Escaso de tiempo y de comodidades, falto de la mano izquierda, sin más posibilidades que la facilidad de su pluma y el precioso baúl de sus recuerdos… ¿Cómo conciliar  vida y trabajo?

Pero hay bastante más. Hay quien piensa que para escribir una novela sólo se necesita mucha imaginación y soltura con la pluma. Pero este no es el caso, ya que el Quijote es un compendio de sabiduría, no aprendida precisamente en las calles ni en las mazmorras. El autor no se vale solamente de su imaginación, sino que vuelca en su obra unos conocimientos que ya querría para sí el  mejor de los humanistas españoles del Siglo de Oro. ¡Qué  prodigio de memoria, qué formación erudita, sin un mal apoyo de notas o apuntes!  Quienquiera que fuese el novelista,  cita en su obra a todos los escritores importantes, tanto de la antigüedad (Hipócrates, Aristóteles, Platón, Homero, Polidoro, Jenofonte, Solón, Pausanias, Plutarco, Cicerón, Ovidio, Virgilio, Juvenal,  Marcial, Tibulo, Terencio) como del renacimiento español (Boscán, Garcilaso, Montemayor, Ercilla, Cetina, Jáuregui, Gil Polo, Laguna, Virués, incluso Marco Polo, el viajero italiano traducido por el fundador de la Universidad de Sevilla). Nunca a humo de pajas, sino sabiendo lo que decía.

Los libros de caballerías no tienen secretos para él: los ha leído todos y sabe los nombres, carácter y comportamiento de todos los personajes, desde Amadís de Gaula y Belianís de Grecia hasta todos los Palmerines, pasando por Tirant lo Blanc, Felixmarte de Hircania y el Orlando de Ariosto. Conoce la Eneida  y la Odisea tanto como La fingida Arcadia, Bernardo del Carpio, La Araucana. La Diana y El lazarillo de Tormes. No hay que resaltar su conocimiento de la mitología antigua, ya que las leyendas mitológicas son la base cultural de cualquier escritor del Renacimiento. Lo mismo cabe decir de las leyendas artúricas y la historia de Grecia y Roma, a las que alude con frecuencia, como la historia de España, desde el rebelde Viriato y el visigodo rey Wamba. ¿Cómo no dudar, sin una respetuosa prevención, de que Cervantes, el viajero impenitente, desgraciado en vida y en amores, sin un mal escritorio, pueda ser el verdadero autor de la enciclopédica novela?

Empleando la ironía, quizás pudiera ser “obra de encantamiento”, como insinúa seriamente el caballero loco: “Yo te aseguro, Sancho, que debe de ser algún sabio encantador el autor de nuestra historia”. Esto lo dice en el capítulo segundo de la segunda parte, uno de los más sustanciosos en cuanto a la autoría, ya que aquí se atribuye el manuscrito a Cide Hamete Benengeli, “nombre de moro”, según rápida sentencia del caballero, el cual, quedando pensativo, dice de la novela: “desconsolóle pensar que su autor era moro, según aquel nombre de Cide; y de los moros no se podía esperar verdad alguna, porque todos son embelecadores, falsarios y quimeristas”. Malos recuerdos tenía el soldado Miguel de los turcos de Lepanto y de los berberiscos de Argelia.

Que el creador del Quijote fuese el mismo que compuso La Galatea (impresa en 1585)  es tema que aparece en el famoso escrutinio de la biblioteca de don Alonso Quijano, en el capítulo primero de la Primera parte del Quijote, el cual distanciándose del novelista-relator, se refiere a “ese Cervantes”, autor de La Galatea: “Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención; propone algo y no concluye nada: es menester esperar la segunda parte que promete; quizá con la enmienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega”. La verdad es que esa misericordia, con tanta humildad demandada, le llegó de inmediato, en compañía de la Fama, a las pocas horas de la primera edición del Quijote.  Ironía por ironía: ¿se señalaba con el dedo a sí mismo, destacando en el escrutinio a su querida Galatea? Miguel de Cervantes, el hijo del malaventurado cirujano y sangrador de Alcalá, ¿fue realmente  el verdadero autor de esta “novelada” historia?

Armando Cotarelo, venerable erudito, compiló las lecturas de Cervantes, que suman 429 títulos. “Imposible que leyera tanto”, respondió con arrogancia no exenta de sensatez, otro erudito, González de Amezúa, en 1956. ¿Cómo no dudar de esas posibles lecturas? Lo normal es la duda. Pero ya antes, en su discurso del centenario (1905) en la Universidad Central de Madrid, Menéndez Pelayo había dejado claro “que Cervantes fue hombre de mucha lectura; no podrá negarlo quien haya tenido trato familiar con sus obras”, añadiendo que “todas las obras de Cervantes prueban una cultura muy sólida y un admirable buen sentido”. Don Marcelino no supo decir dónde ni cómo Cervantes adquirió esa inmensa capacidad de conocimientos que se encierran en la inmortal novela. Si en lugar de “Cervantes” el ilustre académico y catedrático, hubiera escrito “el autor del Quijote”,  no habría nada que objetar. Pero ni por un momento puso en duda que lo fuese  el nacido en Alcalá, como tampoco lo dudaban los ilustres y numerosos académicos sevillanos de Buenas Letras que ocuparon largas horas de conversaciones y disputas con el sabio santanderino sobre Cervantes y sus obras.

Contra lo dicho por algunos críticos románticos, el autor del Quijote no fue un escritor aislado, de ideario independiente y genial, sino que, como todo escritor, tiene sus “fuentes literarias”, que no son pocas, según ha demostrado el gran cervantista sevillano Francisco Márquez Villanueva. Menéndez Pelayo tenía razón. Toda la cultura antigua y renacentista está volcada en sus libros. ¿Pero, cómo lo consiguió? Si Juan de Valdés, insigne humanista castellano del siglo XVI, de vida sosegada y buena biblioteca en el recogimiento de su casa, confiesa que tardó diez años en leer todos los libros de caballerías ¿cómo admitir que en menos tiempo y con menos sosiego lo hiciera el manco de Lepanto? ¿Qué misterio encierra el llamado  “enigma” Cervantes?

A mayor abundamiento, ¿cómo se puede compaginar el soterrado erasmismo del autor del Quijote, y su defensa de la paz cristiana y su horror a la guerra, con los ideales bélicos del soldado Miguel de Cervantes? ¿cómo la vida pendenciera, pecadora y a veces fraudulenta del escritor perseguido por la ley y excomulgado por la Iglesia, con las piadosas decisiones del Miguel de Cervantes Saavedra que en 1609 ingresa en la Congregación de Esclavos del Santísimo Sacramento de Madrid y en 1613 en la Orden Tercera de San Francisco, con cuyo hábito es sepultado?

Muere en su cama de Madrid el 22 de abril de 1616, después de aquella desgarradora dedicatoria de su obra póstuma, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, donde se despide de la vida y de su protector, el conde de Lemos. Obra cuyo argumento, según las más recientes investigaciones (Carlos Romero), pudo ser concebido por los mismos años de la ‘idea quijotesca’ es decir, en Sevilla. Con esta ampliación resulta más incomprensible la prodigiosa memoria de Cervantes, que esboza en Sevilla las dos obras más importantes de su vida, sin contar con el más mínimo soporte erudito, entre los barrotes de una prisión y en tan poco edificantes compañías. Por todo ello, la duda permanece y el milagro cervantino se agiganta, pero el ánimo se encoge ante la osadía de negarle a Cervantes la autoría del Quijote.

Quedarían sin explicación los privilegios reales, necesarios entonces para poder publicar la novela. El de 1604 para la Primera parte, comienza: “Por cuanto por parte de vos, Miguel de Cervantes, nos fue fecha relación que havíades compuesto un libro intitulado El ingenioso hidalgo de La Mancha, el cual os había costado mucho trabajo…”. En la Segunda, fechado en marzo de 1615, se dice: “Por cuanto por parte de vos, Miguel de Cervantes Saavedra, nos fue hecha relación que havíades compuesto la Segunda Parte de don Quijote de la Mancha, por ser libro de historia agradable y honesta, y haberos costado mucho trabajo y estudio…”. Nótese que en ambas ocasiones se insiste en el “trabajo y estudio” que le había costado la novela (“historia agradable”) al autor, se supone que en la soledad de una alcoba atestada de libros, algo que, según hemos visto, no se compadece mucho con la ajetreada vida del novelista.  Imaginemos alguna salida al laberinto, sólo como hipótesis.

¿No podrían ser coetáneos dos personajes castellanos con los mismos nombres y apellidos? Lo insinúa también su biógrafo Canavaggio: “tal vez llegue un día en que se descubra que hubo dos Miguel de Cervantes”. ¿Acaso sería el Miguel alcalaíno el mediocre poeta que da la cara por otro personaje escondido a su sombra? ¿Quién podría esconderse tras el soldado nacido en Alcalá de Henares, de identidad tan documentada pero de vida tan incongruente con la que se perfila en el novelista? ¿Quién le pudo ofrecer la gloria de ser, ante todos, el creador de Don Quijote? ¿A cambio de qué?  No hay respuesta a tanta pregunta. Sólo imaginaciones sin fundamento documental. Pero nadie, en su sano juicio, podría negar hoy por hoy esa autoría, avalada por los privilegios reales y tan reconocida mundialmente.  Sin embargo, la duda persiste y se agiganta cada vez que la razón comienza su “quijotesca” aventura…

Confieso mi desmedida osadía a la vez que mi admiración por ese fabulador de las mejores páginas de nuestra literatura, sea quien fuese, que supo como nadie escudriñar en la locura de la vida. Porque en este mundo de locos, sólo es cuerdo el enajenado Alonso Quijano. Hoy por hoy, la respuesta a tanta pregunta insidiosa no es otra que la del humilde reconocimiento de ese ‘milagro’ literario que es el de haber conquistado la cima de la gloria a pesar de tantos inconvenientes, luchando contra tantas adversidades, en unos ambientes tan poco propicios para la creación y redacción de las mejores páginas de la literatura española. Aunque no sería justo si  la gloria que reclamo para el Quijote no la reclamara, cuadruplicada, para su desconocido autor, cuyo cerebro fue fábrica de sueños, pero también centro neurálgico de  una memoria sin igual y de una razón  crítica aplaudida como la mejor aportación de España a la cultura universal.

(104) ¿Quién escribió ¨El Quijote¨? (I)

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Esta inquietante pregunta es, desde luego, una provocación, pero hay una duda razonable sobre su autoría que se ha mantenido soterrada, sobre todo cuando se estudia el texto de El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha bajo el prisma biográfico del autor. Desde la primera impresión de la portada de la maravillosa novela, una prueba de 1604 (cuya copia conservo), figura como autor (“Compuesto por”) Miguel de Cervantes Saavedra. Y así ha continuado en las innumerables ediciones que  siguieron a la primera parte de 1605, y a la segunda de 1615, dentro y fuera de España, ya en original castellano, ya traducida. El nombre de Cervantes va unido indisolublemente al Quijote, como autor de sus dos partes,  según todos los datos conocidos, aunque su biografía presenta lagunas y hechos ciertos que pueden contradecir su autoría. Ante una atribución tan admitida durante siglos parece una insensatez plantearse siquiera la duda, por muy razonable que pueda parecer. Las razones que abonan esa duda son, sin embargo, lo suficientemente pertinaces como para ser planteadas y discutidas de nuevo por cualquier lector de la novela cervantina.

Me parece discutible que, sin réplica, se tenga por autor del Quijote a un personaje histórico tan alejado de la tranquilidad del estudio y del reposo necesarios para pergeñar y redactar un texto repleto de alusiones literarias, humanísticas y geográficas. Nacido en Alcalá de Henares, ciudad universitaria entonces, de mayor población que Madrid,  al cumplir los tres años  su familia se traslada a Valladolid, donde su padre, cargado de deudas, es embargado y encarcelado. Por poco tiempo, porque enseguida los Cervantes se marchan a Córdoba, donde la familia vive durante diez años (1553-1563), y después a Sevilla, al entorno  de San Miguel, muy cerca del colegio jesuita de San Hermenegildo, donde algunos suponen que el joven Miguel siguió los estudios de latinidad.

En su adolescencia y juventud Miguel de Cervantes, si es que siguió la estela paterna, se traslada a diversas ciudades españolas: Alcalá, Córdoba, otra vez Alcalá, de nuevo Córdoba, y por fin Sevilla. Cambios de domicilio, de amigos y de tranquilidad, sin posibilidad de acceso a una biblioteca pública, porque eran entonces inexistentes, y mucho menos a ninguna de las privadas en las que sólo unos pocos nobles y adinerados podrían encontrar las puertas abiertas. Los únicos libros que hubiera podido  manejar eran los escolares, alguno prestado, quizás alguna antología y poco más.  Son escasas las referencias documentales de estos años, pero mucho menos las que pudieran dejar constancia de sus estudios, continuamente interrumpidos.  

Suposiciones, que no hechos ciertos. Miguel de Cervantes fue un iletrado, un ingenio lego, sin los estudios y conocimientos necesarios para escribir esa extensa novela engarzada en muchos saberes humanísticos. Así lo reconoce el último de sus biógrafos, Alfredo Alvar, quien afirma, con autoridad, que “la formación de Cervantes fue, como la de tantos, muy desestructurada. Nada de sus estudios se puede constatar documentalmente”. Y rechaza la “invención” de cervantistas ilustres como Astrana y Rodríguez Marín, que “fueron los fabricadores de la vida estudiantil de Cervantes en Córdoba y Sevilla”.

A sus veinte años la familia de Rodrigo Cervantes está ya en Madrid, al calor de la Corte, donde Miguel recibe clases, al parecer, del famoso latinista Juan López de Hoyos durante varios  meses. ¿Pero qué pudo aprender en sólo unos meses de asistencia a sus clases? Estos fueron todos sus estudios, digamos “académicos”, porque su gran maestra fue la vida, sin pisar los umbrales de ninguna universidad. Los títulos universitarios no garantizan los conocimientos pero obligan al trato cotidiano con los libros, bien escaso en las familias de agobio económico, como era el caso de los Cervantes de Alcalá. Aunque también es cierto que, para esquivar la dificultad, Alvar sostiene que nuestro escritor tuvo reales suficientes para adquirir unos cientos de libros. Lo que no dice es dónde guardaba esos libros ni los papeles originales de sus escritos.

Porque el “Mapa de los viajes cervantinos” en su madurez resulta envidiable para cualquiera que tenga ambiciones turísticas. Su vida fue un perpetuo deambular por ciudades y paisajes distintos, con escaso equipaje y menos sosiego para escribir.  Cruzó el Mediterráneo en varias ocasiones, desde que en 1569 tuvo que huir a Roma, acosado por la Justicia. Sabemos que Cervantes estuvo en Italia durante cinco años (1569-1575), primero como paje de un cardenal y después como soldado alistado en los tercios de Nápoles, participando en la batalla de Lepanto (1571). Pero pocos recordarán que en su obra menciona no sólo a Roma, sino a casi todas las capitales importantes (Venecia, Florencia, Milán, Bolonia, Génova, Nápoles, Ferrara, Lucca, Parma, Palermo) además de las acogedoras Reggio y Mesina, donde estuvo convaleciente después de Lepanto.

¿Todos estos viajes, envidia de cualquier turista de hoy, los pudo hacer en sólo cinco años de vida cuartelera? Sabemos que, al recuperarse de sus heridas, don Juan de Austria le concedió una paga mensual de tres ducados, insuficiente para tener una vida holgada, rodeado de libros y vagando por los caminos de la península italiana. Sabemos que fue paje del cardenal Acquaviva,  pero ¿tuvo allí ocasión para dedicarse a sus lecturas favoritas? ¿Aprendió bien el italiano estando en Roma? Las obras de Ariosto, que tan bien conoce el autor del Quijote, las pudo leer en volúmenes sueltos y recopilaciones, en toscano, pero poco más, porque ni tenía tiempo, ni acceso a bibliotecas públicas, tan inexistentes como en España,  ni conocía los idiomas necesarios para leer tantos libros de autores célebres, aún no traducidos al castellano.. Por más que un ilustre cervantista haya intentado imaginar una “biblioteca de Cervantes”, no parece probable que la tuviera una persona que no tuvo casa propia hasta sus últimos años, que vivió siempre en posadas, cuarteles o casas de amigos. Una cosa es que citara los libros y otra muy diferente que los poseyera. El mismo Canavaggio, que lo considera “autodidacta”, se pregunta: “¿cuándo pudo saciar esta sed de lectura?” Sin mucha convicción, indica que en Roma y en Nápoles. En última instancia, se pregunta de nuevo: “¿qué leyó? O más bien ¿qué retuvo de sus lecturas?”

Después de Lepanto, ya sabemos de su cautiverio en Argel (1575-1580), lugar que no parece muy propicio para lecturas y escrituras. Los años siguientes son de “pretendiente” en la Corte, sin éxito, hasta que decide casarse por interés, a los treinta y siete años cumplidos, con una joven que iba a cumplir los veinte, Catalina de Salazar, huyendo de la familia de su amante, Ana Franca, mujer casada con la que tiene a su hija Isabel. Abandona pronto el domicilio conyugal en Esquivias, para servir al rey como “juez de comisión” en la requisa de trigo y cebada para la Gran Armada (1587).

A principios de 1588 lo encontramos de nuevo en Sevilla, alojado en una pensión de la calle Bayona, junto a la catedral. Otra docena de años recorriendo Andalucía (1588-1600) de aquí para allá, siempre en incómodas posadas, con la maloliente compañía de las caballerizas. Con tanto viaje, ¿dónde guardar los libros? ¿Dónde los pliegos escritos? ¿Dónde los recibos de tanta recaudación? Y sobre todo, ¿acaso responde su vida inmoral y precipitada al reposo y la virtuosa condición del autor del Quijote?

Quedan cuatro años para que aparezca impresa la genial novela, pero en ellos da con sus huesos en la cárcel por malversación de fondos, en cuatro ocasiones: 1588, 1592, 1594 y 1597, esta última en Sevilla, donde un fantasioso historiador sitúa las primeras páginas del Quijote. Llamo fantasioso al insigne Rodríguez Marín porque hay que serlo para imaginar a un preso, manco por más señas, escribiendo en una infecta celda de esa cárcel inmunda, donde no se podía ni respirar aire puro, según cuenta un padre jesuita que la describe con los más negros tintes de incomodidad, suciedad y peleas de valentones. No. Cervantes no pudo escribir una sola línea en ese antro del hampa sevillana. Lamento disentir de esa tradición sin fundamento, en que se basa la lápida recordatoria en la calle de la Sierpe, descubierta por los académicos sevillanos en la fachada de la antigua cárcel. Lo único que se puede admitir es que en ese hacinamiento de rufianes, el preso poeta idease los primeros capítulos del Quijote, pero nunca  el asir la pluma para redactar una sola página. Vienen a confirmar esta opinión las palabras de Canavaggio sobre la prisión sevillana, de la que dice que era: ”un verdadero monstruo, donde residían de forma permanente casi dos mil detenidos, es decir, una capacidad de acogida superior a la que ofrecía el conjunto de los demás establecimientos de la península, Madrid incluido”.

Puesto en libertad, el ilustre prisionero llega a ver el regio catafalco levantado en la catedral sevillana para las honras fúnebres del rey Felipe II, fallecido en El Escorial el 13 de septiembre de 1598, casi al mismo tiempo que moría en Sevilla su gran protegido Arias Montano. Lo demuestra en el famoso soneto con estrambote que incluye en el Viaje del Parnaso, considerándolo “el principal honor de sus escritos”, aquél que comienza: “¡Voto a Dios que me espanta esta grandeza/ y que diera un doblón por describilla!”.  Sí, Miguel de Cervantes estuvo en Sevilla durante varios años, pero sin destacar en ella ni como poeta ni como novelista. No era, para los sevillanos de entonces, más que un mediocre poeta madrileño, un recaudador molesto, del que se huía, con el sambenito de sus desfalcos y de sus meses en prisión.

En el año 1600, último de su estancia en Sevilla, se afirma que posó para un jovencísimo Juan de Jáuregui, autor del supuesto retrato que preside la Real Academia Española. Pero, al estudiar la polémica sobre este retrato, suscitada por varios cervantistas de comienzos del siglo XX, entre los que se encuentran Narciso Sentenach, el marqués de Camarasa, Rodríguez Marín, Aurelio Baig, Alejandro Pidal y otros, me quedo con la conclusión de Julio Puyol (1917), de  que “el retrato no es más que una superchería manifiesta”. Los argumentos en pro y en  contra son serios, pero no han tenido consecuencias prácticas. Sin embargo, soy de parecer que esa figura de caballero adusto no puede ser la de nuestro Cervantes, recién salido de la cárcel, de mala reputación y estrecheces económicas, a quien se digna retratar, según la tradición, un noble aprendiz de pintura, de muy buena familia sevillana, pero joven de sólo 17 años. No. Ni ese cuadro es de Jáuregui, ni el retratado puede ser Miguel de Cervantes, que todavía no había escrito el Quijote.  

Ese mismo año abandona Sevilla y vuelve a Esquivias, con escapadas a Madrid,  y después a Valladolid. En todo caso, después de la publicación del Quijote, se instala en Madrid, primero detrás del Hospital de Antón Martín, por dos veces en la calle Magdalena, después en la calle Huertas, y finalmente en la calle Francos (hoy Cervantes), esquina a la calle León, con su esposa y una criada. A pesar de los constantes cambios de domicilio,  son años de más tranquilidad, en los que pudo escribir con cierto sosiego la segunda parte de la novela. Pero ¿qué decir de la primera? Tuvo que ser escrita durante los años de recaudador en Andalucía, insultado por los vecinos, perseguido por la justicia, encarcelado, sin casa propia, viviendo en malolientes posadas. ¿No es motivo suficiente para la duda? No es mi deseo rebajar la categoría social y moral del novelista, pero cuanto digo está escrito y documentado por sus numerosos biógrafos. La suya fue un “desastre de vida”, como sentencia Alfredo Alvar en su Cervantes.