(22) Ciencia y creencia

Dios.Sixtina

El profesor Eduardo Punset afirmaba que “la barrera entre ciencia y sociedad saltará por los aires en los próximos años” (Cara a cara con la vida, la muerte y el universo. Barcelona, 2004). Esta afirmación presupone que hasta hoy la sociedad ha vivido de espaldas a la ciencia, o al menos que una sutil barrera de incomprensión la ha separado de ella, mientras era dominada por la teología, una pseudo-ciencia basada en las enseñanzas dogmáticas de la fe, donde no cabe la libertad de opinión. Los avances de la ciencia han sido tales que cada día se ha ido profundizando más en el abismo que separa la ciencia moderna de las anticuadas creencias, incluso las amparadas por la filosofía.

Alguien podrá escandalizarse del calificativo de”pseudo-ciencia” aplicado a la, en otros tiempos, sagrada teología. Pero no hace falta mucha elocuencia para convencer de  que no pueden ser admitidos entre las ciencias, exclusivamente experimentales, unos estudios cuya finalidad es meramente explicativa, consistente en la exposición de unos dogmas de fe, sin posibilidad alguna de negarlos ni mucho menos someterlos a la experiencia. La teología da por supuesta la creencia, carece de libertad para opinar fuera de la fe  y se aleja cada vez más de la ciencia, aunque haya sesudos maestros que intenten enseñarla en pomposas universidades eclesiásticas, públicas o privadas.

El objeto de sus definitivas elucubraciones se fundamentan en libros antiguos y fantasiosos, cuando no claramente crueles, inmorales y manipulados (como la Biblia judeo-cristiana, el “libro rojo” de Yahveh), que tratan de algo tan incognoscible como los atributos de un ser invisible y eterno, producto de la humana fantasía, que ha recibido varios nombres a lo largo de la historia, pero que en nuestro mundo occidental moderno  conocemos como Dios, a la vez creador, conservador, redentor y juez de cada ser humano.

Desde sus orígenes, la humanidad ha convivido con las más diversas creencias en dioses extraterrestres, invisibles y despóticos amos de vidas y haciendas. Nuestros ignorantes antepasados han creído a pies juntillas cuanto su fantasía les señalaba como verdades  evidentes. El sol y la luna eran “discos” luminosos, pero no globos materiales o esferas suspendidas en el aire por efecto de la atracción universal. Los puntos luminosos de una noche estrellada estaban en un mismo plano, cuando hoy sabemos que las distancias que los separan pueden ser de millones de años-luz. Los humanos que comienzan a preguntarse por los fenómenos naturales a partir del siglo XVII, al fabricar microscopios y telescopios, saben que sus hipótesis  contradicen lo escrito en la Biblia, centón de  libros sagrados donde los creyentes encontraban  todas las respuestas, sin atreverse a dudar.

Pero, después del Renacimiento, y sobre todo, desde la Ilustración europea del siglo XVIII, la libertad de pensamiento alimenta el espíritu crítico que desembocará en la gran explosión científica del siglo XX. (¡Pero sólo es aceptada por una minoría que, enfrentándose  a los postulados religiosos, reconoce los avances de la ciencia!) Para la inmensa mayoría de los humanos, sin embargo, el planeta Tierra sigue siendo el centro del universo, y el hombre está en la cima de la evolución animal, como soberano que puede hacer y deshacer a su gusto con los demás seres vivientes, puestos ahí por un creador para su servicio y sustento.

Por eso, uno de los problemas para que las ideas científicas sean populares es la afirmación de que los seres humanos no somos especiales, sino que formamos parte de una misma naturaleza. ¿Cómo convencer a un creyente dogmático de que el hombre no ha sido creado por ningún designio superior, de que forma parte de una misma materia que los demás animales y plantas, que es fruto de una evolución de la especie, o de que está construido con los mismos átomos (unos 200) que las piedras o los insectos?  Cada ser se distingue por la peculiar disposición de estos átomos, que pueden formar minerales cristalizados o neuronas cerebrales, según su peculiar combinación.

¿Qué mayor humillación para el hombre que el saber que su origen está en las bacterias, microbios desconocidos para nuestros abuelos? ¿O que, sin la desaparición de los dinosaurios, hace 65 millones de años, nunca hubiéramos existido? Extinguidos (a lo que parece por gigantescos movimientos sísmicos y volcánicos, según las últimas teorías) estos gigantescos depredadores, cuya existencia nadie conocía a comienzos del siglo XX, pudieron convivir y desarrollarse en nuestro planeta junto a otros  pequeños mamíferos, que, pasados millones de años, darían origen a la especie humana.

La vida de nuestra especie ha estado sumida en la superstición y en las falsas creencias hasta hace bien poco tiempo, cuando la ciencia ha alcanzado su madurez, para demostrarnos con argumentos  irrefutables que los antiguos  misterios están cada día más al alcance del entendimiento humano. No ha llegado a sus últimas consecuencias, pero sin duda llegará. ¿Quién, entre los sabios de los últimos siglos, podría siquiera intuir que el átomo está compuesto de partículas aún más pequeñas? Recordemos que átomo, palabra griega, significa “sin posibilidad de división”. Pues bien, en 1986 recibió el premio Nobel de Física por sus trabajos en los laboratorios de IBM en Zurich, el científico Heinrich Rohrer, que descubrió las partículas elementales de que se compone el universo en el STM (Scanning Tunneling Microscope). La nanotecnología, palabra ajena al vocabulario científico de nuestros padres, estudia ya con precisión las partículas infinitesimales que se esconden tras los átomos. La física cuántica, que no puede ser ajena a ningún científico experimental, explica ya muchos de los antiguos misterios.

Si las creencias físicas de nuestros mayores, y no digamos de los antepasados primitivos o medievales, han sido sobrepasadas por las experiencias y demostraciones científicas del siglo XX, las creencias míticas (o espirituales) se han ido desmoronando con la misma rapidez, aunque todavía sigan vigentes en la conciencia de gran parte de los humanos. Entre éstos, son precisamente los científicos quienes deben reconocer que la ciencia y la fe van por caminos opuestos. No se entiende que un científico honesto, al tanto de todos los descubrimientos, pueda conciliar lo que sabe por la ciencia y lo que admite por la creencia religiosa.  

En sus últimas manifestaciones públicas, el conocido astrofísico británico Stephen Hawking, consumido ya hasta la extenuación por  su enfermedad degenerativa,  decía que “la ciencia responde cada vez a más interrogantes, que antes eran el reducto de la religión”. Incluso se mofa de la filosofía, “cuyas discusiones parecen cada vez más obsoletas y fuera de lugar”, con peligro de convertirse en un “banal juego lingüístico”.

Si por deducción filosófica, con Lucrecio a la cabeza, se han ido incorporando a las filas del ateísmo multitud de humanos pensantes de todas las épocas, no es menos cierto que esta incorporación se ha basado hasta hoy en falsas especulaciones, sin fundamento científico, que llevó a casi todos los filósofos, incluyendo a los más grandes, como Descartes, Spinoza, Kant o Voltaire, a no cuestionar la existencia de un dios creador. Quienes se atrevieron a llegar a las últimas consecuencias de la inexistencia de ningún tipo de dios, carecían de conocimientos científicos, como el cura francés Jean  Meslier, que publicó el primer libro ateo, aparecido en 1729, con el título de Demostraciones claras y evidentes de la vanidad y falsedad de todas las divinidades y de todas las religiones del  mundo. Tras él, otros filósofos, como el barón de Holbach, La Mettrie, Helvetius, Feuerbach y Nietzsche, proclamaron su ateísmo sin tener más argumentos que los puramente filosóficos.  La ciencia de su tiempo no permitía otras conclusiones. Lo mismo ocurría con los científicos españoles (Francisco Pelayo, Ciencia y creencia en España durante el siglo XIX, Madrid, CSIC, 1999).

Pero ya, después de la gran explosión de hallazgos científicos del siglo XX, no hay excusa posible para la superstición religiosa. Quienes prefieran la fe que calma las dudas de la mente a la razón que indaga y a la ciencia que encuentra la respuesta a esas dudas, no pueden ser contados entre los verdaderos científicos. En los laboratorios de la biología molecular, de las neurociencias, de la astrobiología, y demás centros de experimentación, es donde se van articulando las verdades que explican el origen y el funcionamiento de la naturaleza, de la que todos formamos parte. La física y la química, el estudio del cerebro y de la vida animal han sustituido a la filosofía en el conocimiento de la verdad.

El sapere aude kantiano (¡atrévete a saber!) ha sido ignorado por los apocados filósofos de siglos pasados, pero el testigo ha sido recogido por los científicos que carecen de escrúpulos religiosos. Quien se someta a los postulados de la creencia religiosa nunca podrá ser un científico imparcial y creíble. Ciencia y creencia van por caminos tangenciales que nunca podrán encontrarse, o como afirma A. Philips Griffiths, “Es imposible conocer y creer una misma cosa al mismo tiempo”  (Conocimiento y creencia, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1974, p.70).

Tampoco lo harán por caminos políticos. Ni la fe ni la ciencia dependen de pactos o consensos. El dogmatismo de la fe no presenta fisuras ni opiniones contrarias. Por su parte, la ciencia sólo admite como ciertos los resultados comprobados de la experimentación, sin creencias dogmáticas.  Como Jano, el dios penate romano de las dos caras en una misma cabeza, sus ojos miran a distintos horizontes, sin posibilidad de encuentro.

 

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