(61) El misterio de la vida

arbol

La vida no tiene sentido sin la muerte. Esto es muy cierto para la vida orgánica, que necesariamente se descompone y muere. ¿Es lo mismo para la vida inorgánica? Claramente, no. Porque si no es orgánica, no tiene vida. Es lo que ocurre con la silla en la que me siento o el teclado en el que escribo. De aquí la importancia de la palabra “orgánica”, que supone la existencia de órganos, elementos complejos que mueren al descomponerse sus elementos constitutivos.

No puede decirse lo mismo de los elementos simples, como el oxígeno, el hidrógeno, el sodio, el potasio y tantos otros que componen la conocida como “tabla periódica” de los elementos químicos. ¿Acaso tendrán vida por ser simples? Responden negativamente  la experiencia y el sentido común. Lo cual significa que lo que entendemos por “vida” no tiene nada que ver con la sencillez ni con la complejidad. Para algunos será necesario el movimiento, pero las nubes se mueven sin cesar y nadie en su sano juicio dirá que están vivas. Otros pensarán en el cerebro, sede del pensamiento, pero el  girasol vive, y tampoco tiene cerebro. ¿Qué es entonces la vida?

Si pensamos sólo en los humanos, minimizando el campo de la vida, ¿existe alguna explicación para la existencia? ¿tiene algún sentido nuestra vida? Estas preguntas resultan agobiantes para quien pretende encontrar alguna respuesta coherente. Dos grandes científicos, Freud y Darwin, encabezan los dos grandes bandos contrarios en que se divide la sociedad “pensante”.  Para el primero el sentido de la vida “es un mecanismo inconsciente” que refleja el deseo de eternidad que vive en cada cerebro, atemorizado por la certeza de la muerte y la incertidumbre del futuro.

Por su parte, las teorías evolutivas de Darwin, que señala un ancestro común para todos los seres vivos, lanzaron al espacio la idea estremecedora de la contingencia: nada ni nadie es necesario, mi presencia en el mundo depende de una milésima de segundo y de la gran fortaleza “penetrante” del espermatozoide que fui, capaz de enamorar al óvulo que me abrazó, al cruzar el umbral de la vida. En todo caso: permanece la idea, letal para mi vanidosa hombría, de ser uno más entre la infinita muchedumbre de los nacidos, sin nada especial que me distinga, y me separe de la pecadora y menesterosa  contingencia. Estoy aquí de chiripa.

Es decir, debo mi vida al azar, como piensan muchos científicos –y yo con ellos-  aunque hay otros que rechazan la vida como algo accidental, y aseguran que la vida y la aparición de “la conciencia” es un “imperativo cósmico” que no necesita ninguna intervención divina. La naturaleza sigue sus propias leyes (sin necesidad de un legislador). Lo cierto es que la ciencia excluye hoy día la necesidad de un ser “creador” y de un sentido trascendente de la existencia. En opinión de científicos como Cirac, Schrëdinger, de la Rubia y otros, la vida puede tener una explicación por aplicaciones de la física  cuántica.

A esta creencia contribuyen las experiencias científicas, que han conseguido “crear” vida en el laboratorio (1953). Pero más que nada han sido las declaraciones de ilustres científicos (Oparin, Haldane, Monod, Gould y otros) respaldando la teoría del azar (origen espontáneo), tan denostada en otro tiempo, las que han supuesto el definitivo espaldarazo al origen espontáneo de la vida terrestre, incluso en los medios más extraños, como las bacterias que viven en las capas abisales de los océanos, en absoluta oscuridad, cuyo alimento puede ser el azufre, sin necesidad de luz ni de oxígeno. Este insólito descubrimiento del sistema subglacial tuvo lugar el año 2009 en la Antártida, pero el año anterior los periódicos dieron noticia de haberse encontrado en Australia indicios de “la vida más antigua en la Tierra” con un adelanto de 700 millones de años.

Sin embargo, este hallazgo no explica el origen de la vida terrestre, que según unos procede de algún cometa, en cuya cola viajaban los aminoácidos que se instalaron en este planeta, o como sugiere el científico español Juan Oró, fue alguno de los muchos meteoritos que   acribillaron la Tierra durante millones de años, el que dejó aquí la semilla de la vida, que son los aminoácidos. El misterio se esconde, como un niño travieso, en lo más recóndito y oscuro de la vida, sea  ésta una invisible hija de la química, de la física, de una singularidad o de una mente enferma…¿quién lo puede saber?  Si alguien lo supiera, la vida ya no sería un misterio.

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