(21) Diversiones en el Madrid de Carlos III

Tomo I020

FELIZ AÑO 2018

Para entrar con alguna novedad en este nuevo año voy a extractar unas páginas de mi último libro histórico sobre Madrid en tiempos del “mejor alcalde” (Barcelona, Ed. Arpegio, 2016). Es un solo libro en cuatro volúmenes que recogen todo lo conocido hasta hoy del reinado del mejor rey de España, Carlos III de Borbón, que aquí reinó desde 1759 hasta su muerte en 1788. Su reinado supuso para Madrid un salto cualitativo, convirtiéndola en la brillante capital de un extenso Imperio, respetada en Europa y América. La ciudad antes sucia y polvorienta, se transformó como por arte de magia, con hermosos paseos, aceras en las calles, bien iluminadas por la noche, instituciones modernas y magníficos edificios que aún hoy perduran, conenzando por el Palacio Real, que él estrenó en 1764.

De los 31 capítulos del libro, el 29 trata de las fiestas y diversiones de los madrileños de entonces, del que voy a dar unas pinceladas que animen a la lectura del libro completo. Nada mejor como regalo de Reyes para los interesados en la historia de España. Aquí recojo lo más indispensable de las fiestas y diversiones en tiempos de Carlos III, sin duda el mejor rey que ha tenido España después de los Reyes Católicos. Nunca me cansaré de repetirlo, y esta es una buena ocasión para hacerlo, como felicitación del año que comienza. Esta semblanza del Madrid de Carlos III se reduce a recordar las diversiones de los madrileños en el siglo XVIII, cuando Madrid comenzaba en la Puerta de Alcalá y terminaba en el Palacio Real, la almendra más antigua y visitada de esta ciudad entrañable, pero que hoy es ya un monstruo urbano sin gracia ni personalidad.  He aquí el texto.

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A pesar de su popularidad, las autoridades siempre estuvieron contra los juegos de naipes para las clases modestas, mientras se tenía por costumbre digna de aplauso en las casas de abolengo, para entretener el ocio de los elegantes. Como se ve, la distinción de clases y la defensa de los privilegios, aun en asuntos tan triviales como el juego, era todavía una norma legal en el siglo “que llaman ilustrado”. Entre los juegos de naipes más usuales hay que mencionar algunos caídos en desuso, como el Mediator, la Malilla, el Revesino, y sobre todo la Banca, el más perseguido y castigado.

Para el baile había también una doble  moral, al aplaudir los de moda francesa y cortesana, como el minué y la contradanza de los salones aristocráticos, mientras se condenaban los populares como el bolero y el fandango, que excitaban más los sentidos. Los saraos eran festejos frecuentes entre la nobleza y gentes acomodadas, pero también en el pueblo llano, aunque la vestimenta fuera muy distinta. Hay que acudir a Ramón de la Cruz para apreciar la aceptación de este tipo de diversiones, en sainetes como El sarao, El reverso del sarao, Las resultas de los saraos, Las resultas de las ferias y tantos otros referidos a la vida festiva de los madrileños.

No era el baile en sí lo condenable por las autoridades, sino la inclinación morbosa de los danzantes, de la que quedaban excluidas, “por superioridad moral”, las personas más educadas de la “alta sociedad”. Mientras en el Colegio de Nobles de la Corte se tenían por precisas las clases de baile, los moralistas clamaban sin cesar contra tan perniciosa diversión, en los barrios bajos de Madrid, porque en varios lugares públicos había música y baile todas las noches de verano, “y concurrencia de gentes que son causa de varios desórdenes”.

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El paseo preferido de los madrileños, aun antes de su terminación, fue el celebérrimo Paseo del Prado, satirizado por el mismo Ramón de la Cruz en sainetes como El Prado por la noche, Las damas finas, Los majos de buen humor y tantos otros.  La reforma del conde de Aranda, que hizo de este prado uno de los mejores paseos de Europa, con fuentes y árboles que aún perduran, se puso de moda para los madrileños. Para la gente humilde la casa era un espacio pequeño, incómodo, incapaz de servir de lugar de reunión con los amigos. En ciudades como Madrid, con pocos espacios para la convivencia, se buscaba la expansión social en tabernas, botillerías y cafés, como en la actualidad. En las tabernas públicas se servían las bebidas alcohólicas de mayor consumo popular: vino de la región, moscatel, carraspada (vino cocido y adobado), garnacha (zumo de tres clases de uva, con canela, azúcar, pimienta y otras especies) y el hipocrán (cóctel de vino y almizcle).

En Madrid, el consumo de vino entre 1772 y 1778 fue de medio millón de cántaras, es decir, cerca de cincuenta litros por habitante y año. Las bebidas no alcohólicas se servían en las botillerías y cafés, establecimientos de reciente creación. En 1759 el periódico El duende especulativo ironizaba sobre “estos nuevos cafés…donde con un vaso de agua y la Gaceta se puede pasar ociosamente toda la tarde”. En los años sesenta Ramón de la Cruz, que extiende su penetrante mirada satírica a cualquier parcela de la vida social, habla indistintamente de botillería y café (como establecimiento), en sainetes como La botillería (1766), sainete este último donde, a la pregunta de un cliente, responde el camarero que puede servir “agua de limón, horchata, /agraz, aurora, canela,/ leche, mantecado, boca/ de dama, imperial y fresa/. -¿Qué sorbetes hay? De arroz,/ de garbanzos, de manteca /de Flandes, de fresa, lima,/ bizcochos de mil maneras/ y té, café, chocolate/ dulces de Francia, conservas/ y licores”. Parece que fue el escritor José Cadalso quien primero se refirió al Café en sus Eruditos a la violeta (1772), como el lugar donde se servía esta bebida, tan propia del Siglo ‘ilustrado’.

A pesar del progresivo consumo de café (palabra procedente del italiano), la bebida dieciochesca por excelencia es el chocolate, de consumo principalmente privado, pero que también se podía tomar de merienda en las botillerías. Según el viajero inglés Townsend, el amolador de chocolate iba de casa en  casa, pues “la mayoría de las familias prefiere que se muela el chocolate en su presencia”. Ninguna bebida más al día que el chocolate, favorito de las clases refinadas, que se entregaban también con pasión al consumo del tabaco, en polvo (rapé) o en cigarros puros, de diversos tamaños y calidades, que se fabricaban en las famosas Fábricas de Tabacos de Sevilla y Cádiz, donde cada año se vendían 2.300.000 “atados” de puros, a razón de 64 unidades cada uno.

De la misma forma, se extiende durante este siglo el uso del refresco, generalmente preparado con limonada, agua enfriada con nieve, procedente de la sierra madrileña, que entraba diariamente para abastecer la capital. El vino, sobre todo el criado en la región toledana de Yepes, es recomendado por el médico Tomás de Aranguren en 1784 por sus grandes propiedades medicinales.

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 La corrida nace en el reinado de Carlos III pero no toma cuerpo hasta Carlos IV, como se aprecia en el primer tratado importante La Tauromaquia o Arte de torear (1796), de José Delgado, ‘Pepe-Hillo’, matador de toros, natural de Cádiz. La primera plaza madrileña de la que se tiene noticia fue una provisional de madera, levantada cerca del Manzanares en 1743, pero después se construyó otra de cal y canto, inaugurada el 30 de mayo de 1754, obra de los arquitectos Ventura Rodríguez y Fernando Moradillo, con capacidad para doce mil espectadores. Los primeros carteles taurinos que se conservan datan de 1761, el año de la inauguración de la plaza de Sevilla. Los reyes Borbones prohibieron las corridas en alguna ocasión (Carlos III las prohibió en 1778 y 1785) y estaban también prohibidas en domingo a petición de la Santa Sede, aunque quedaban libres los festejos concedidos por privilegio, siempre que su producto fuese destinado a fines de utilidad pública.

Hay también constancia documental de novilladas en Madrid acompañadas de mojigangas, comparsas y espectáculos de “burla” del animal en la plaza, sin término de muerte, pero que divertían al personal, con los Tancredos, enanos toreros, quiebros, balancín y ‘recorte’ a cuerpo limpio. Pero esto tiene poco que ver con el “arte de la corrida”, cuando el enfrentamiento entre el hombre y el toro ya no tiene un carácter recreativo sino que va adquiriendo una espectacularidad y una calidad estética que no ha hecho más que aumentar con el tiempo.

Como dice el gran historiador de la fiesta, José María de Cossío, “el toro es una fiera que no acomete para devorar sino para vencer”.  Los toreros ‘de a pie’, que sustituyeron a los ‘caballeros’ del rejoneo, fueron apareciendo al mismo tiempo que se formaban las primeras ganaderías de reses bravas, con las primeras plazas redondas  o ruedos, en decir, durante el siglo XVIII. Poco a poco se fue dotando a la corrida, por parte de los aficionados al toreo, de los elementos que la irían conformando como el “arte” de torear “a muerte”, con larga vida en el sur de Europa y en algunos países americanos de habla española.

Baste citar a los tres mejores ‘matadores’ de toros, andaluces que enardecían a las masas en el “Madrid del mejor alcalde”. El primero en el tiempo es el sevillano Joaquín Rodríguez, “Costillares”, un matarife que inventó los lances de la “corrida”. Los otros dos nacieron el mismo año, uno en Ronda, Pedro Romero, carpintero de profesión; y otro en Sevilla, José Delgado “Pepe-Hillo”, zapatero. Los tres triunfaron en Madrid, aunque aquí es donde la rivalidad se hizo más popular, envalentonados por sus respectivas aficiones.

En esta primera época los picadores ganaban más que los diestros, pero todo fue cambiando conforme iban ganando en popularidad los matadores. Si la fama de Pedro Romero se materializó en la famosa Oda a Pedro Romero, torero insigne, que le dedicó Nicolás Fernández de Moratín, Pepe-Hillo tuvo el gran honor de ser llorado por todo Madrid al ser abatido en su plaza por el toro Barbudo.

El primer torero que falleció en una plaza fue el gaditano José Cándido, una fatídica tarde de 1771 en el Puerto de Santa María,  pero también  fue el primero que dio la vuelta al ruedo. Otros detalles curiosos de la lidia es que, hasta 1850, en vez de oreja o rabo, el premio que recibía el matador era el cuerpo entero del toro (o su valor en metálico, como ocurría la mayoría de las veces). Las espadas del siglo XVIII eran de doble filo y cazoleta, siendo la muleta de algodón blanco, aunque podía ser teñida a gusto del diestro (amarillo, azul o rojo) hasta que se impuso el rojo, para favorecer la embestida.

En la plaza de Madrid el orden estaba asegurado por la “Real Guardia de alabarderos”, al menos desde 1760. Si había tumultos, se suspendía la fiesta y cerraba la plaza, con el consiguiente disgusto de la Junta de Hospitales, que podía recurrir la decisión, porque a ella iban a parar los beneficios. Aunque puedan parecer afirmaciones exageradas, el día de corrida se cerraba el teatro y paralizaban la mayoría de los negocios, públicos o privados. La fiesta duraba todo el día, mañana y tarde, con 18 reses bravas cada día y cantidad indefinida de caballos de picar, que, al no estar protegidos, podían morir de una cornada, lo cual ocurría con frecuencia. Hoy los aficionados a las corridas de toros tienen que soportar la creciente hostilidad de quienes defienden al animal, acorralado en una plaza, aunque sepan que su destino final es siempre la muerte.

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