(103) Historia del amor en 15 sonetos_10

moisesypaulo

Como dicen los filósofos, por más que nos resulte increíble, la vida es un sueño: nuestros pensamientos, nuestros amores y todo lo que vivimos despiertos, no es más que  soñar que vivimos. Lo extraño es que nuestro cerebro, que trabaja día y noche, no distinga el sueño de la vigilia, porque mi cuerpo lo distingue claramente.  Hasta el punto de que si no duermo día tras día, muy pronto llegará la muerte, esa puerta que se abre a lo desconocido, donde reinan las amorosas tórtolas, que arrullan sin cesar, ansiosas del encuentro amoroso.

Arrullos

       A María Victoria, de Cáceres

Me llamará la muerte cuando quiera,
y acudiré, sumiso, a su llamada
para saber, al fin, lo que me espera:
si el sueño de la vida o de la nada.

Acaso llegará la primavera,
con los aromas de mi flor amada,
bellos recuerdos de mi edad postrera,
cuando gocé con furia apasionada.

Mas ya no seré yo, será mi vida
en tórtola amorosa convertida,
la que te pida amor cada mañana.

Si atenta escuchas, tórtola querida,
sabrás que vivo en la paloma herida
que arrulla en el pretil de tu ventana.

                                   

                                   Francisco Aguilar Piñal

(102) Historia del amor en 15 sonetos_9

Peter_Paul_Rubens_-_Diana_and_her_Nymphs_Surprised_by_the_Fauns_(Prado)

Ante el cuadro de Rubens, Diana y sus Ninfas perseguidas por sátirosen el Real Palacio de Aranjuez (España), el poeta se imagina una escena lujuriosa de sátiros y ninfas, tan humana como mitológica. Es el preludio de  la fecundación, que se oculta a los ojos por un falso pudor de las hembras perseguidas por los varones, que cumplen, con gran placer y entusiasmo, las órdenes del Creador..

Sátiro

Con el estoque genital armado,
dispuesto a penetrar sin más demora,
el sátiro persigue a la pastora,
el rostro de lascivia demudado.

En cárcel de lujuria encadenado,
sospecha que a las ninfas enamora
con sola su presencia turbadora,
enhiesto el pene, rígido, cargado.

Mas sílfides y ninfas, a su acoso,
escapan del instinto prepotente
que inflama de deseo al dios rijoso.

¡Orgásmica pasión, ardor demente,
que quita libertad al deseoso,
esclavo de su gen incontinente!

                   

                      Francisco Aguilar Piñal

  

(101) Historia del amor en 15 sonetos_8

Tizian_-_Danae_receiving_the_Golden_Rain_-_Prado

Ante el cuadro de Tiziano, Dánae y la lluvia de oro, en el Museo del Prado (Madrid) el poeta se dirige al autor del cuadro para rogarle que pueda conseguir el amor de su Dánae, con el que sueña cada día como su “destino”, al mismo tiempo que es su trofeo más deseado. 

Dánae

Ardiente lluvia, semental de oro,
que baja de los cielos por la mano
del genio del pincel: “¡Dios veneciano,
fecunda el huerto que por dios adoro¡”

Princesa virgen, celestial tesoro,
que sueñas con amante más que humano,
advierte que el amor es soberano
y vence las astucias del decoro.

Templo de amor y cárcel del deseo*,
a ti me llegaré, preso del pasmo,
buscando mi destino y mi trofeo.

Y mientras tiemblo con secreto espasmo,
anuncian las hazañas de Perseo
los estertores del divino orgasmo.

 

* El verso en cursiva está tomado de la Oda IX de Esteban Manuel de Villegas.

 

(100) La república de los escritores en tiempos de Carlos III (6)

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Retrato de Carlos III (Rafael Ximeno y Planes)

GUERRAS LITERARIAS

Sin embargo, ni todos los escritores fueron premiados alguna vez, ni la profesión de escritor estaba exenta de envidias y polémicas. “Ciertamente, no hay oficio más perverso que el de Autor, pues está sujeto a la  ley de complacer a todos, que jamás se verifica, porque es solamente privilegio de los Doblones”, escribió un autor de la época, que firma “Philalethes”. Escribir bajo seudónimo se convirtió en costumbre, sobre todo en las polémicas literarias, la “comidilla” de tertulias y escritores “a la violeta”. Así juzga esta costumbre el sainetero Ramón de la Cruz: “¿Qué respeto han de causarme unos críticos que ponen el mayor cuidado en la ocultación de sus nombres y apellidos?”. El sainetero, dando la cara, criticó, sin nombrarlos, a los contertulios de la Fonda de San Sebastián, en el sainete El buen marido, a Nifo en El pueblo quejoso, y a Nicolás de Moratín en La visita del hospital del mundo.  La consulta detallada de los diez tomos de mi Bibliografía de autores españoles del siglo XVIII, repetidamente citada, da como resultado un centenar de escritos polémicos para todo el siglo, que se reducen a 75 si se cuentan solamente los impresos entre  1759 y 1788. Cifra muy significativa para  calificar de “reinado de las polémicas literarias”  al del “mejor alcalde” de Madrid. No diré que sean todos contra todos, pero sí se puede verificar que  nadie queda en silencio si alguien ataca con virulencia una obra ajena, porque la crítica, por amable que sea, escuece en la piel del contrario. Además, como comenta Álvarez Barrientos, “los propios escritores son los más directos enemigos de los escritores pues son competidores que optan a una plaza en una academia o  secretaría”.

La batalla contra la gran cantidad de “malos escritores”, desde que apareciera en el Diario de los Literatos (1737) la conocida “Sátira contra los malos escritores de este siglo” del jesuita Luis de Losada”, es una tónica general del siglo, en el que la crítica se sube al podio, como símbolo victorioso de los ideales del buen gusto. Algunos textos en la misma línea de esta sátira, como el Sueño de Francisco Robles (1746) fueron prohibidos por la censura. Una escritora madrileña, ya citada,  María Josefa de Céspedes, en un folleto de catorce páginas, publicó unos endecasílabos  satíricos que han pasado desapercibidos ante los estudiosos, pero que merecen un recuerdo en esta República. Es un “bando que Apolo manda publicar contra los malos escritores” bajo el título de El parto de los montes (Madrid, 1786). Remedando la fábula clásica, la autora comienza: “Un ratón soy, que en soledad gustosa/ habitaba la falda del Parnaso”. Relata  después un sueño, en el que se aparece el mismo dios Apolo, junto a las tres Gracias y las nueve Musas,  airado porque ha recibido un “memorial” de España, quejándose de su decadencia, “pues metiéndose todos a escritores/ el cultivo abandonan de sus campos”. Describe lo que ocurre en la capital: “Todo Madrid se vuelve papeluchos,/cartas, sátiras, necios entusiasmos,/siendo la burla de los extranjeros/ la que de todos fue la envidia y pasmo”.En consecuencia, Apolo decide enviar a Madrid un “ministro plenipotenciario” que advierta a todos los españoles que, de no enmendarse, sufrirán terrible castigo. Discuten quién podría ser este ministro y al fin, deciden que sea el Ratón, porque “es animal astuto, cauteloso/ sagaz, sutil y muy determinado”. Las órdenes de Apolo son tajantes: “A la Corte de España, por la posta,/ has de partir, pero entra disfrazado/ procurando mirar por las esquinas/ cuantos papeles fueren anunciando./ Después procurarás introducirte/ en tertulias, cafés, y en los estrados/ que así descubrirás cuánto se escribe/ y si no basta, cómprate el Diario”. La ironía final no descubre el resultado de la misión, pero confirma, no sólo la abundancia de escritores en el Madrid de Carlos III, sino también la importancia de la prensa.   

Casi todos piensan, con Cadalso, que el número de escritores es excesivo, sobre todo en Madrid, y que la cantidad no garantiza la bondad. Irónicamente, el asturiano Rubin de Celis escribe en 1783: “Al ver tanto libro como nos anuncia la Gaceta toas las semanas, ¿no será desgraciadísima la madre que se encuentre sin un hijo escritor?”. Dos años después, José Isidro Remón, que dedica a la marquesa de Mortara “las primicias de mis literarias tareas”, publica una Carta de la corte del Buen Gusto (Madrid,1785) que llora la decadencia de la literatura española, ya que los buenos escritores “son víctima del odio de los modernos y nuevos escritores de moda”. Mariano Madramany, satírico escondido tras “Don Veracio Chacota”, describe la conversación entre un padre y un hijo en estos términos: “Por vida de tal, que no has de ser escritor o te he de moler a palos cuantas veces lo pensares. ¿Tú autor, ignorante?. ¿Tú autor, insolente y atrevido? ¿Quieres tú, no habiendo estudiado más que la Gramática, y bastante mal, hacerte escritor público?  ¿He de sufrir yo que nuestro apellido vaya, despreciado, rodando por las tiendas y lonjas en papelones que sólo sirven para envolver especies y drogas? No, no ha de ser así, a lo menos mientras mis ojos estuvieren abiertos, o he de romperte la cabeza y no dejar hueso sano”. Responde el hijo: “Por qué, padre mío, no quiere Vmd. que yo sea escritor, en un tiempo en que apenas se puede resistir esa tentación?  [Hay] muchos como yo, que no llegan a la suela de mis zapatos, y  sin embargo publican sus obritas y ganan mucho dinero en este cultivadísimo ramo de la Industria” Después muestra a su padre las obras que estaba escribiendo: La carabina de Ambrosio ilustrada, Antigüedad del uso de las cotillas, Tratado del origen de  las alforjas, Reflexiones críticas sobre las coplas de Calaínos. Al fin, el padre  insiste: “Tanta es la multitud de papeles que se han dado a la luz en estos últimos tiempos, que las librerías parecen la Torre de Babel”, y concluye: “No son necios los autores/ que tanto papel ensucian/ y las esquinas anuncian. ¿Pues quiénes? Sus compradores”.

Apenas enterrado Carlos III, un desconocido Cecilio Pérez  se indigna,  de la “caterva de escritorzuelos que, como bárbaros del Norte, han hecho una irrupción en la República Literaria”. Esta “irrupción” se puede percibir a diario: “A juzgar por lo que se habla, se escribe y se piensa, nuestra Nación debía ser la más ilustrada: las esquinas no pueden sufrir el peso de los carteles; vomitan las librerías todo género de obras; trabajan noche y día las prensas. Pero, véanse los partos de nuestro fecundo ingenio: sustancia, poca, paja y bambolla, mucha. Malas traducciones, evidentes plagios, largas repeticiones, apariencias y futilidades: ved la mayor parte de nuestra producción literaria”. Su conclusión, tras criticar las piezas teatrales, y la tiranía de los grupos vencedores en las “guerras literarias”, es encomiable: “El mismo buen deseo que movió a Cervantes y Quevedo para satirizar las defectos de su tiempo, me mueve a mí para satirizar los del mío”. “Somos hoy día el objeto de la sátira y la abominación de las Naciones ilustradas”, clama un filósofo ante un “bello espíritu” moderno, frívolo y superficial, en un escrito sobre “la utilidad que traen a la Nación Española los papeles críticos”, para concluir que España necesita “un filósofo profundo, un Aristarco moderno, un hombre libre en el país de los esclavos”. Para ello no hay más camino que la libertad de prensa y una literatura satírica que luche contra la ignorancia y las “preocupaciones” o contra la vaciedad de algunos eruditos “a la violeta”, que son meros charlatanes.

En un clarividente ensayo, Inmaculada Urzainqui resucita la voz “personalidades” en su acepción dieciochesca, no reconocida por la Academia hasta 1843, equivalente a  “ofensa y perjuicio contra las personas en dichos o escritos”, en que incurrían las críticas ad hominem (dirigidas a una persona), cuando la mala crítica se entendía como censura. Tomás de  Iriarte la calificó de “crítica negra” en Los literatos en cuaresma(1773), porque atentaba contra el honor del escritor satirizado. Por el contrario, el crítico García Arrieta alaba las sátiras de Jovellanos  A Arnesto  porque “ridiculiza y escarnece sin morder ni ensangrentarse con personalidades”. Como estas críticas malintencionadas tuvieron una gran acogida en los periódicos madrileños una real orden, dirigida al Juez de Imprentas en noviembre de 1785, le encarga que vigile los textos periodísticos para que no ofendan a “las personas, las comunidades o cuerpos particulares”. Poco después, el juez les conminó a evitar las “personalidades indebidas”, so pena de negar la licencia de impresión. Como sintetiza Urzainqui, “cuando la reputación de las personas anda por medio, criticar con libertad siempre ha tenido sus riesgos. Entre otros, y no el más pequeño, el de saber cómo hacerlo sin comprometer la verdad”. Parece que está hablando del gran satírico extremeño Juan Pablo Forner.

Forner, oculto casi siempre en un seudónimo, “ilustrado mordaz, interesado y resentido”, como lo califica la historiadora Mª Dolores Albiac, se explaya con virulencia contra los “malos poetas” de su tiempo (de los que, naturalmente, se excluye), y dedica sus puyazos literarios a Tomás de Iriarte, Samaniego, López de Ayala, Trigueros, García de la Huerta,  Nifo, Escartín, Arroyal, Laviano, Valladares, Vaca de Guzmán, Vargas Ponce y a los más progresistas periódicos de Madrid “que no sirven de nada al Estado ni a la Literatura de España”. Los atacados se defienden y las polémicas no cesan, en un plano tan personal que llegan a ser “guerras literarias”. Salvador José Mañer y Francisco Soto Marne se habían atrevido a impugnar a Feijoo (1734); el fiscal Chindurza al padre Isla y a Flórez;  Juan Pedro Maruján Cerón y el marqués de Méritos, Francisco de Paula Micón, discuten en 1762 sobre las bondades del poeta Metastasio; dos traductores, como Calzada y Ranz sobre una traducción de Racine. La Historia de  la Literatura de los PP. Mohedano tuvo muchos impugnadores, como el catedrático López de Ayala; Martínez Gómez Gayoso, escribió contra la Gramática de Benito de San Pedro (1780); Jovellanos ridiculiza a García de la Huerta, lo critica duramente Samaniego y lo mismo hace Pérez Villamil; Iriarte ataca a López Sedano (1778), a Forner y a Huerta;  Nifo a Ramón de la Cruz; Ortiz Sanz, Forner y Moncín a Trigueros; Peláez a Nicolás de Moratín, Rubín de Celis y Capmany a Cadalso. Tomás Antonio Sánchez se enfrenta a Forner, a Berní, a Ramón de la Cruz y a Estala. A su vez,   Forner arremete contra López de Ayala por no haber aprobado su comedia La cautiva española (1784). Todos se defienden y la guerra no cesa. “Lástima es ser pocos y mal avenidos”, le escribía Burriel a Mayans. Contra el padre Flórez escriben Mesa Xinete, Moreno, Ozaeta y el capuchino Lamberto de Zaragoza. El académico Hermosilla satirizó en un romance a su compañero de Academia, el gran intelectual Cerdá y Rico. En 1787 escribía Moratín a su amigo Conti: “En Madrid siguen las guerrillas literarias con un encarnizamiento lastimoso: se tratan como verduleras, se escriben prosas y versos ponzoñosos, se ridiculizan unos a otros, se zahieren y se calumnian en términos que nada falta para llegar a los puños”. No tengo noticia de que esto ocurriera en plaza pública, pero lo cierto es que, con estas “batallas de papel”, la sociedad madrileña de Carlos III estaba más distraída que cualquiera otra ciudad de España.

Al premiado poeta, el también magistrado José María Vaca de Guzmán, se le atribuye el seudónimo de “El crítico madrileño”, en cuya cuarta  “Carta”, intitulada Viage por los vientos (Madrid, 1787), dedicada a una inexistente ‘marquesa de la Lanosa’, sueña viajar en “uno de los simones aéreos”, con el que entra en un “suntuoso palacio de Madrid” y encuentra un papel con una “sátira contra los malos escritores del presente tiempo”, donde se critica “al hijo de mis entrañas, mi pobre Columbano”. Su autor “antes habló contra el autor de La Riada [Trigueros]”. Es clara la referencia a Forner, al que le reprocha sus ataques satíricos: “yo alabo lo bueno de los buenos, él calla lo bueno y vocea lo que se le antoja malo […] Siempre permanecerán el honor, el nombre, las alabanzas de un Huerta en su majestad; de un Salas en sus sales; de un Iriarte en su estilo; de un Ayala en su erudición; de un Jovellanos en su pureza, de un Trigueros en s naturalidad; de un Meléndez en su dulzura; de un Sedano en su corrección; de un Samaniego en su sentencia; y de un Ganoa en su fantasía: siempre permanecerán, aunque el satírico los censure a diestro y siniestro”. Argumenta el magistrado que “se pueden criticar sus defectos, pero sin ofensa de una Nación que tiene a estos por los principales genios poéticos del presente tiempo”. Tanto Forner como Vaca de Guzmán, ambos sesudos miembros de la magistratura, ocultan sus nombres en las guerrillas literarias, no con uno, sino con varios seudónimos. Las polémicas, casi siempre ocultas bajo un nombre supuesto, son aceptados en los periódicos de Madrid, haciendo partícipes a sus lectores, de la crítica literaria, opinión pública que nace en estos años de libertad de prensa (siempre vigilada). Así,  El Bufón de la Corte (1767), El Belianís literario, El Pensador,   El Censor.

En el Correo de Madrid  (30 de mayo de 1789) un corresponsal anónimo estampa esta frase clarificadora: “El autor de un libelo infamatorio anda siempre enmascarado y se disfraza para que no le obliguen a las pruebas por el deseo que tiene de hacer daño sin temor de ser de ello responsable”.  Esta palabra “enmascarado” tiene mucho que ver con la profesión de escritor, tantas veces escondido en unas siglas, en un acrónimo o en un seudónimo en la segunda mitad del siglo XVIII. En el citado Índice de las poesías publicadas en los periódicos españoles del siglo XVIII, que suma 5.422 entradas (aunque algunas repetidas en varios periódicos) se puede constatar este inusual “pudor” de presentarse en público como escritor, para no incurrir en las acusaciones de intrusismo y mediocridad que se denunciaban en los mismos periódicos. Son 605 los poetas que firman con iniciales y 205 los que se esconden en el seudónimo, en los 25 periódicos consultados (1739-1807). Limitando el estudio solamente a los cinco periódicos madrileños del reinado de Carlos III, que corresponden a la mayoría de edad de la prensa, cabría pensar que más de la quinta parte de las cifras reseñadas de “enmascaramiento” corresponden a escritores de este reinado. La misma conclusión podría deducirse haciendo idéntico recuento de la Bibliografía general, donde abundan los seudónimos, tarea ingente que aún no se ha realizado.

Eran los últimos días de Carlos III cuando uno de los jesuitas expulsos, Primo Feliciano Martínez de Ballesteros, que abandonó Italia en 1774 para instalarse en  Bayona (Francia), publicó la más feroz sátira del reinado contra los miembros destacados de la República de los escritores de España, a la que puso por título Memorias de la Insigne Academia Asnal, estudiada por Joaquín Álvarez Barrientos. Estas Memorias están en la órbita satírica de Los eruditos a la violeta, con grabados xilográficos en los que un asno, como en los posteriores de Goya, simboliza al escritor ignorante, y recuerda la fábula de Forner El asno erudito  (1782). El “Doctor Ballesteros” culpa de la ignorancia de los escritores en estos años  a la multiplicación de los diccionarios, enciclopedias y compendios, que alivian el trabajo intelectual, pero son un grave obstáculo para la formación de los verdaderos  eruditos, y multiplican el número de los escritores mediocres. Propone un “Nuevo código de leyes del Parnaso español” y denuncia la  proliferación de tertulias y reuniones literarias, que Tomás de Iriarte había llamado despectivamente “academias de conversación”, que con los atrevidos periódicos estaban orientando y modificando la “opinión pública”. El editor de la Memoria asnal introdujo al comienzo una estampa de la que el autor considera “Nueva Academia Asnal”, cuyo dintel se adorna con la cabeza de un burro, en la que satiriza a la vieja Academia y “parodia la iconografía asentada y respetada de la República de las Letras. Pero el “Doctor Ballesteros” no se limita a criticar a los malos escritores, sino que introduce en sus Memorias una dura crítica a los traductores de la Encyclopédie Méthodique, cuyo artículo “Espagne” rechaza por injusto, como los demás “patriotas” que habían polemizado sobre la ignorancia de Nicolás Masson, al basar su ensayo en escritores pedantes sin conocimiento de la historia de España. “Como castigo por su atrevimiento, escribe Álvarez Barrientos, lo expulsa de la República Literaria y le condena a trabajar durante diez años con los ‘académicos enjaulados’, en hacer notas a la Enciclopedia, y a leer cada día un capítulo del Quijote de la última impresión de Ibarra”. La traducción española de la Enciclopedia metódica, impresa por Sancha, ha sido estudiada con detenimiento por varios investigadores.

AMISTADES Y ENEMISTADES

Contraponiéndose a las fobias y enemistades, en esta República de escritores menudeaban las amistades y se formaban en la Villa y Corte grupos y grupúsculos que se unían por intereses comunes, políticos o religiosos, o simplemente se regodeaban con las sátiras y las críticas a los enemigos literarios, trasladadas del papel a las conversaciones jocosas. Así ocurría, en el primer caso, con los miembros de una misma familia religiosa, como los benedictinos Feijoo y Sarmiento, los jesuitas emigrados en Bolonia o Ferrara, los agustinos Flórez y Méndez; por lazos familiares, como los Iriarte, los Mohedano, los Moratín; por la pertenencia a una misma institución académica o sociedad científica, médica o económica, o más aún, por la procedencia de una misma región de España, que llegaban a formar, incluso, grupos de presión, tanto cultural como política. Así,  los vascos Montiano y Llaguno; los asturianos, Campomanes y Jovellanos; los valencianos, con Pérez Bayer a la cabeza; los aragoneses, capitaneados por el conde de Aranda y Roda; los canarios, con la familia Iriarte, Viera y Clavijo y Clavijo Fajardo; los andaluces, con la familia Gálvez al frente y el gaditano Cadalso; los extremeños, representados por Meléndez Valdés y Forner. El  Madrid de Carlos III era, como ha sido siempre, “rompeolas de las Españas”, donde los propios madrileños estaban en minoría. 

Expresión de esa amistad son las cartas conservadas, pero más aún los poemas que se dedican entre sí los amigos poetas. El corifeo de la batalla en pro de la amistad, fue el coronel Cadalso, a quien el conde de Aranda calificara de “hombre de bien y buen amigo”. Cuando Cadalso llega a Madrid, se da cuenta de la hipocresía de la amistad “que reina”, ya que “todos quieren parecer amigos y nadie lo es”, según  dejó escrito en Las noches lúgubres. Pero él contribuyó a cambiar esta “apariencia de amistad” entre poetas, en todas las ciudades donde vivió, tanto en Madrid como en Salamanca o Zaragoza, donde hizo amistad íntima y verdadera con numerosos escritores del momento, comenzando por Nicolás de Moratín, “el divino”, López de la Huerta, sus amigos de Salamanca, sobre todo “Arcadio” (Iglesias de la Casa), con quien tiene una “amistad estrechísima”, y con “Batilo” (Meléndez Valdés), en quien encuentra la “amistad sagrada” cantada por Nicolás de Moratín en su Oda pindárica “a  los nuevos amores de Dalmiro” . También se ha ocupado del tema el profesor Sánchez-Blanco, pero en un contexto de secularización que no debe pasar inadvertido. Partiendo de la amistad con Dios, que es la esencia del Barroco cristiano, todavía vigente en 1787, se llega a la tensión de la “amistad secular” preconizada por Cadalso y puesta en práctica por los poetas neoclásicos, durante medio siglo, usando seudónimos patoriles como Amintas, Dalmiro, Batilo, Jovino, Flumisbo, Doralio, Delio, Fileno, Feniso, Arcadio, Andrenio, Liseno, Mirtilo, Anfriso, Licio, Albino, de reminiscencias clásicas. Como dice el autor del artículo: “Recuperar la amistad para la ética es un síntoma claro de la transformación de valores que aporta el pensamiento ilustrado”. Pero durante  el reinado de Carlos III, la tensión entre religiosidad y secularización se mantuvo en la sociedad madrileña, al menos desde la aparición de los Ocios de mi juventud  en 1773 y de El espíritu de la amistad de las Bellas Letras, de Wieland, traducido en 1785 por Estala, con un aumento imparable en épocas posteriores. 

Cadalso supo infundir en los poetas salmantinos el placer de la amistad, “esa virtud sola haría feliz a todo el género humano”, declara en Las noches lúgubres. Pero esta amistad “virtuosa” sólo es posible en un ámbito reducido, algo distinto de la fraternidad universal tomada como lema por los revolucionarios franceses. La amistad de Cadalso es puro sentimiento, mientras que la de los jacobinos se basa en la razón. Amistad que presupone la “sociabilidad”, comunicación íntima entre varones, por ejemplo en las tertulias, como la de la madrileña Fonda de San Sebastián.  Cadalso, Moratín padre y Meléndez Valdés se cruzan poemas de alabanza mutua. Jovellanos escribe un idilio  y una epístola a “Batilo”, y este dedica en 1785 el primer tomo de sus Poesías a Jovellanos, “querido amigo”. Trigueros escribió un “Idilio” en honor a su amigo y mentor Agustín de Montiano, del que dejó inédita una biografía de 1770, y un romance a Jovellanos. Sin duda, el momento en que un poeta desea elogiar a los amigos desaparecidos, es el de su fallecimiento. Así nacen los epicedios en todas las épocas, también en el siglo XVIII español: A Eugenio Gerardo Lobo (1679-1750) lo recuerda en un poema el marqués de la Olmeda (1750); a Nasarre (1689-1751) lo recuerdan en la Academia del Buen Gusto el marqués de Valdeflores y el canónigo José Antonio Porcel (1751); al trinitario calzado madrileño fray Juan de la Concepción (1702-1753) lo inmortalizaron los epicedios de Benegasi Luján, Torres de Villarroel y José Villarroel (1753).

Ya en el trono Carlos III, la muerte segó la vida de dos ilustres escritores, el padre Feijoo (1767-1764), elogiado por Ignacio de Merás, entre otros (1764); Agustín de Montiano, por Trigueros y Moratín padre (1764); José Joaquín Benegasi y Luján (1707-1770) de nuevo el marqués de la Olmeda, “ardiente defensor de Calderón” bajo el nombre supuesto de “Tomás Erauso y Zabaleta” , y amigo de los dos poetas barrocos elogiados (Lobo y Benegasi). En 1775 Jovellanos dedicó una canción a la muerte de Engracia de Olavide, prima carnal del Asistente, a quien “Jovino” había tratado mucho en Sevilla. Después de tener noticia de la muerte de Cadalso en Gibraltar, Meléndez Valdés escribe en una carta: “Sin él yo no sería nada. Él me cogió en el segundo año de mis estudios, me abrió los ojos, me enseñó, me inspiró este noble entusiasmo de la amistad y de lo bueno, me formó el juicio…”. No podía faltar en esa hora el epicedio más sentido de su amigo salmantino Meléndez Valdés, como los del conde de Noroña y Vaca de Guzmán (1782); fray Diego González (1732-1794) fue celebrado en varias elegías, entre ellas una del poeta Fernández de Rojas (1794); Tomás de Iriarte (1750-1791) lo fue por “Doralio” y González del Castillo (1791); Forner (1756-1797) por los sevillanos Reinoso y Blanco (1797);  Ignacio Merás elogió a Vicente García de la Huerta (1734-1787) y a Francisco Gregorio de Salas (1808). Finalmente, Juan Meléndez Valdés (1754-1817) fue recordado por el joven Quintana en el Diario de Madrid (26 de julio de 1797),  y en un varios elogios fúnebres por Moratín, Arjona y Lista (1817). Para entonces, habían desaparecido ya todos los poetas del Madrid del “mejor alcalde”.

Quedaba todavía vivo Leandro Fernández de Moratín (1760-1828), que había nacido con las primeras luces del reinado y que a los 19 años vio impreso por Ibarra su romance endecasílabo  La toma de Granada por los Reyes Católicos y tres años después su Lección poética. Satírica contra los vicios introducidos en la poesía castellana, ambos poemas presentados en los concursos de la Real Academia Española, sin éxito, pero publicados, por ser “los que más se acercan al premio”. Pese a estos buenos inicios, el poeta ha sido siempre recordado como dramaturgo y escritor de primera fila durante el reinado de Carlos IV, ya que su primera comedia, titulada El viejo y la niña, en verso, se estrenó en el Teatro del Príncipe en 1790 (aunque ya era conocida tres años antes).   Uno de sus grandes amigos fue el arabista José Antonio Conde (1765-1820), a cuya muerte dedicó una sentida Oda. Le había conocido en 1780 (cuando apenas contaba 20 años) en la calle de Alcalá, en un encuentro fortuito: Leandro iba en compañía de dos jóvenes escolapios, Estala y  Navarrete, y Melón con León de Arroyal. Desde entonces decidieron  mantener una tertulia diaria en la celda de Estala y los domingos pasear por el Retiro, acompañados por otros amigos, como Forner,  que entonces vivía en la calle Mesón de Paredes esquina  a la de Dos Hermanas, en un cuarto bajo, y el profesor de Química del Real Laboratorio, el francés Pierre-François Chabaneau. Con Estanislao de Lugo (1753-1833), Director de los Reales Estudios desde 1793, formaron un grupo literario que despreciaba al grupo compuesto por García de la Huerta, los Iriarte, López de Ayala, Vaca de Guzmán, Trigueros, García Asensio, Nifo, Laviano,  Valladares y Tomás Antonio Sánchez, que falleció en 1803. Según Andioc, Cristóbal Cladera era “enemigo íntimo” de Leandro. La amistad y la enemistad, como suele ocurrir, son la consecuencia inevitable de las polémicas literarias. Como ocurría en la sociedad madrileña de Carlos III, dividida en bandos: poéticos, teatrales, sociales y culturales, enfrentados por la fama literaria, pero sobre todo por ocupar un puesto bien remunerado.

Siguiendo el lejano ejemplo de Cervantes, y el más reciente de Cadalso, hay que actuar contra los “malos” escritores y la “charlatanería” denunciada ya por Mencke. Es lo que pretende el “Bachiller Sansón Carrasco”, seudónimo de Juan Beltrán y Colón, Oficial del Montepío militar, quien dedica a Don Quijote de la Mancha, referente de todos los satíricos de buena voluntad, su obra La acción de gracias a Doña Paludesia (1780), graciosa sátira contra la “charlatanería”, a  la que respondió “Pedro Recio de Agüero” (Manuel Arteaga), sin conseguir la licencia de impresión. Para conseguirlo, es preciso deslindar los “malos” de los “buenos”, como hizo Forner en las Exequias de la lengua castellana, obra inédita hasta 1925, en la que, acompañado por el poeta “Arcadio” (Iglesias de la Casa) asiste en el monte Olimpo al funeral  por la lengua castellana, asesinada por los “malos” escritores del siglo XVIII. Asisten a las exequias los grandes literatos, en prosa y verso, de la España del Siglo de Oro. También hace la criba de los escritores, Tomás de Iriarte en Los literatos en cuaresma (1773), aunque se limita a unas charlas de tertulia con Cicerón, Cervantes, Pope, Tasso y Boileau. Menos conocido es el poema de Trigueros, que dedica “al vulgo”, con el título de Las majas (1789), ofreciendo su particular “Parnaso neoclásico”. Aquí aparecen, retratados en versos endecasílabos, sus amigos escritores contemporáneos: Montiano, Llaguno, marqués de Valdeflores, Juan y Tomás Iriarte, Jovellanos, García de la Huerta, Samaniego, y Meléndez Valdés, seguidores de los “buenos” antiguos: Boscán, Gracilazo, Argensola, Arias Montano, Ercilla, Herrera, Lope de Vega, Cervantes, Quevedo, Villamediana, Barahona Soto, Villegas, fray Luis de León, Nasarre y Luzán. No hay que olvidar que Trigueros fue el primer profesor de literatura, encargado del discurso inaugural de la disciplina en los Reales Estudios de San Isidro. Esta sola mención de su ‘curriculum’ debería bastar para levantarle a una altura que hasta ahora le ha sido negada.

LA ECONOMÍA DEL ESCRITOR

Al tratar del tema económico, comenzaremos por Leandro Fernández de Moratín, cuyo  abuelo, Diego de Moratín, fue Ayudante de Guardajoyas de la reina Isabel de Farnesio, cargo que heredó  en 1759 su hijo Nicolás, con un sueldo anual de 4.600 reales, al mismo tiempo que amigo y confidente de correrías en los bosques de La Granja de San Ildefonso del infante Luis Antonio. El joven Nicolás agradeció el favor real con un poema a Carlos III (1762), La Diana o Arte de la caza  (1765) al Infante, y una “Lamentación” a la muerte de la Reina Madre, en el último número de  El Poeta (1766). Su hijo Leandro, nacido en 1760, supo muy pronto que para vivir en la Corte necesitaría un apoyo económico semejante al de su padre, “criado” de la Casa Real, y para ello entregó a Floridablanca un “Romance, pidiéndole un beneficio”. Pasó sus primeros años en Madrid como uno de los muchos “suplicantes” que pululaban por la Corte, hizo amistad con algunos  poetas, viajó a París como secretario de Cabarrús, y al fin, su afrancesamiento logró el mecenazgo oficial, ya en el nuevo siglo, que le supuso un cargo en la Oficina de Interpretación de Lenguas y Bibliotecario de la Real Biblioteca. Es considerado como el mejor poeta neoclásico de España y el creador del teatro moderno, pero su  ideología política le obligó a dejar sus cargos y seguir al “rey intruso” José I, Napoleón Bonaparte, hasta su muerte en Francia, siempre con apuros económicos. Fue “uno de los autores con más conciencia del carácter profesional de la actividad literaria y de las enormes dificultades que entraña vivir de ella” (Álvarez Barrientos).

El investigador Álvarez Barrientos, que es quien ha estudiado más extensamente a los escritores del XVIII, reconoce que la evolución del reconocimiento social de los ‘hombres de letras’ comienza en el reinado de Carlos III, cuando el escritor sin trabajo remunerado reclama una compensación económica por su obra intelectual, siempre considerada como ocupación “subsidiaria y voluntaria”, que no requería de la sociedad más que una sonrisa de  agradecimiento. La opinión generalizada de que el ‘vil metal’ no debía manchar el trabajo del hombre de letras comenzó a resquebrajarse  desde que Mayans (1734) y Sarmiento (1743) proclamaron que “no puede haber buenos literatos si tienen que estar preocupándose de buscar su sustento en asuntos ajenos a las letras”. Aún no existían ni los derechos de autor ni la “profesión exclusiva” de escritor. Los escritores podían publicar algo por encargo, como los traductores, en cuyo caso recibían una compensación económica; por ser “criado” de algún señor, que le procuraba lo necesario para vivir; por la protección de sus comunidades, si eran religiosos; por las profesiones que desempeñaran como ocupación ‘primaria’: funcionarios, abogados, médicos, comerciantes, terratenientes, militares, profesores, administradores, ayos y tutores, etc. “Vivir sólo de la literatura” era un sueño que no se pudo conseguir hasta mucho más tarde, cuando la lectura se generalizó en las clases burguesas. Todo comenzó con el fenómeno literario de la prensa periódica, y el nacimiento de los “periodistas” de iniciativa privada, que crearon  sus empresas con un fin lucrativo, como Nifo, envidioso de que Clavijo y Fajardo vendiese mejor “sus papeles”.

Sin sospechar que sería el futuro rey de España, en 1735 Torres Villarroel cantó en octavas la conquista del reino de Nápoles por su rey Carlos de Borbón. Pero no hay noticia de que Carlos III correspondiera a ese poema laudatorio con ninguna clase de recompensa. Al propio rey Carlos III fueron dedicadas obras importantes: la Embriología sagrada (Madrid, 1774), traducción de Joaquín Castellot, capellán de las monjas de la Encarnación, convento de protección real, la Biblioteca Arabico-Hispana Escurialensis (Madrid, 1766) del presbítero maronita Miguel Casiri (1710-1792). Recordemos que Juan Antonio Pellicer dedicó al duque de Villahermosa su Ensayo de una Biblioteca de Traductores españoles (1778); el notario apostólico y poeta popular, José Julián de Castro, dedicó a la duquesa de Arcos su pronóstico de 1754 con su alias “El Piscator de las Damas” . Una novedosa dedicatoria, como llamada publicitaria es la que hace el militar Bearnardo Mª de Calzada, “a los lectores”, al anunciar la edición de su Nueva floreta de chistes, agudezas y chanzas, para recreo del espíritu  (Madrid, 1790).

Entre los funcionarios, parece que los mejor pagados eran los bibliotecarios reales, cuyos sueldos procedían de la Renta del Tabaco, según los comentarios del fiscal Lanz de Casafonda, que criticaba el poco trabajo de los bibliotecarios, que no justificaba tan crecidos salarios y desde 1767 los catedráticos de los Reales Estudios de San Isidro.  Funcionarios eran también: Leopoldo Jerónimo Puig, que murió (1763) siendo administrador del Hospital de San Luis de los Franceses; Juan Martínez de Salafranca (1697-1772) que fue prebendado de San Isidro; Clavijo y Fajardo (1726-1806), archivero de la Secretaría de Estado; Trigueros (1736-1798), que vivió de dos beneficios eclesiásticos hasta que consiguió la plaza de bibliotecario de los Reales Estudios; Juan Agustín Ceán Bermúdez (1749-1829), secretario del Banco de San Carlos; el médico madrileño Manuel del Casal y Aguado (1751-1837); Juan Pablo Canals y Marti, Director General de Tintes del Reino, que escribió unas Memorias sobre tinturas, “de orden de la Real Junta de Comercio y Moneda” (Madrid, 1769); Miguel Jerónimo Suárez Núñez, archivero de la misma Real Junta de Comercio; Diego Antonio Rejón de Silva (1754-1796), oficial de la Secretaría de Estado; Francisco Gregorio de Salas (1727-1807), capellán  Mayor de la Casa de Recogidas de  Madrid; Ramón de la Cruz Cano y Olmedilla (1731-1794), oficial de la Contaduría de Penas de Cámara; Pedro María Olive (1767-1843), oficial de la Contaduría de valores.

Los militares escritores tenían la vida resuelta, sobre todo los de grado superior, entre otros: Vicente de los Ríos (1732-1779), José Cadalso (1741-1782), Manuel de Aguirre (1748-1800), Eugenio del Riego (1748-1816), Tadeo Lope y Aguilar (1759-1802), Gaspar María de Nava, conde de Noroña (1760-1815), Félix Colón de Larreátegui, coronel de Infantería,  Enrique Ramos, Capitán de Guardias Españolas (¿-1797) y el Teniente coronel de Caballería, Bernardo de Calzada. Oficiales de Marina fueron Juan José Navarro (¿-1772), primer marqués de la Victoria y Capitán General de la Armada, Jorge Juan (1713-1773), Antonio de Ulloa (1716-1795)  y José Vargas Ponce (1760-1821). A la magistratura pertenecieron Pedro Colón de Larreátegui (1695-1770) Antonio Porlier, marqués de Bajamar (1722-1813), Pedro Rodríguez de Campomanes (1723-1802),  José Mª Moñino, conde de Floridablanca (1728-1808),  Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811), José Mª Vaca de Guzmán (1744-1803), Juan Meléndez Valdés (1754-1817), Juan Pablo Forner (1756-1797), Joaquín Marín y Mendoza (1727-1782), Manuel de Lardizábal y Uribe (1739-1820)y Juan Sempere y Guarinos (1754-1830).

En resumidas cuentas, parece que las múltiples quejas de los escritores sobre lo exiguo de sus ganancias, no se corresponde con la realidad, ya que, como ocurría en todos los ámbitos de la sociedad, existía una gran mayoría con las espaldas cubiertas por sus respectivos oficios, que podían dedicarse a la literatura sin graves problemas económicos, mientras que otros, menos afortunados, constituían una minoría, siempre mendicante. Generalmente, coincidían con las señas de identidad de los “malos” escritores (vulgares o mal informados), aunque las “guerras literarias” quedaban restringidas a los primeros, “privilegiados” de la cultura, aunque no siempre acertados en sus sátiras ni identificados plenamente con las reformas ilustradas. Encontrar un español ajeno a las presiones económicas o religiosas, audaz en sus propuestas sociales y políticas, es decir, con visión liberal en el futuro del país, es tan difícil como “encontrar una aguja en un pajar”, en expresión popular. Pese a todos los nombres que figuran entre los más brillantes de la Ilustración, el gran hispanista inglés Nigel Glendinning, apuntó el de un escritor poco conocido como el más liberal, al Contador de Rentas Reales, nacido en Gandía, León de Arroyal (1755-1813),  autor de los Epigramas y las  Odas (1784), que no pudo ver impresos sus  escritos más importantes: las Cartas económico-políticas al conde de Lerena, atribuidas a Campomanes, cuya paternidad fue negada en múltiples estudios posteriores,  y el folleto Pan y toros, atribuido falsamente a Jovellanos. La figura de Arroyal queda enaltecida por el simple hecho de que sus obras fuesen atribuidas en un primer momento a los dos prohombres asturianos del Siglo de las Luces en el Madrid de Carlos III.

Fin

(99) La república de los escritores en tiempos de Carlos III (5)

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Retrato de Carlos III (Rafael Ximeno y Planes)

 

LA PROFESIÓN DE ESCRITOR

En el “Discurso preliminar” de su Ensayo Sempere cita a ciertos escritores de la primera mitad del siglo, recordando a Ferreras, Nasarre, Martí, Tosca, Miñano, Interian de Ayala, Feijoo, Luzán, Mayans, Montiano y “otros jóvenes estudiosos que […] fueron los primeros que sembraron en  España la semilla del buen gusto, y los que prepararon la feliz revolución de la Literatura”. Pero, contra esta opinión de Sempere, era evidente que, antes de llegar a Madrid el nuevo rey Carlos III, los eruditos del momento tenían poco aprecio del mundo cultural madrileño, según comenta el P. Sarmiento al canónigo andaluz José Cevallos, que pretendía lograr acomodo en la capital de España: “la República Literaria en Madrid no está para avecindarse en ella”, aconsejándole que se quedara en Sevilla. De poco le sirvió el consejo ya que, veinte años después se presentó la deseada ocasión y el erudito sevillano consiguió vivir en la Corte como catedrático de Disciplina eclesiástica en los Reales Estudios de San Isidro. Era uno de los infinitos eclesiásticos que “pretendían” alguna sinecura atravesando la puerta de los Consejos. La consideración social –y por supuesto, la remuneración económica- aumentaba para aquellos escritores que conseguían altas funciones en la Administración del Estado o de la Villa y Corte.

Nada despreciable era la consideración conseguida en el extranjero, como en el caso de Mayans por sus colaboraciones en las Acta eruditorum, revista de Leipzig, los comentarios en el francés Journal des Savants  o el ingreso en alguna Arcadia italiana. De los 63 españoles “arcádicos” de Roma durante el siglo XVIII, la mayoría eran políticos, aristócratas y eclesiásticos, contando en sus listas un 20% de escritores: Manuel Martí adoptó el nombre de “Eumelo Olemio”, Agustín de Montiano “Leghinto Dulichio”, Nicolás Fernández de Moratín “Flumisbo Thermodonciaco”, Ramón de la Cruz “Larisio Dianeo”, Antonio Bastero “Iperide Bachico”, Vicente García de la Huerta “Aletofilo Deliade”, Francisco Preciado de la Vega “Parrasio Tebano”, Luis Pereira “Ormino”, fray José Torrubia “Salisbo”, Antonio Ponz “Gisleno”, José Moñino “Elidauro Dirceo”, José Nicolás de Azara “Admeto Cillemio”, Antonio Eximeno “Aristosseno Megareo”, José López de Huerta “Ermindo”, Leandro Fernández de Moratín “Inarco Celenio” y Fernando Ortigosa “Agatirso Homeo”. Ciertamente pocos de ellos, entre los que cabría anotar a Montiano y los dos Moratines, ninguno abusó de estos seudónimos de reminiscencia clásica para estamparlos al frente de sus publicaciones, pero con seguridad se vanagloriaban ante sus colegas de esta distinción honorífica.

Además, rompiendo un tópico muy repetido, hubo nobles de gran erudición, con impresos de algún mérito, pero si Sempere sólo incluye a dos (el duque de Almodóvar y el marqués de Santa Cruz) en mi Bibliografía ya aparecen una veintena (entre ellos los marqueses de Palacios,  Ureña,  Valdeflores y Salas, los condes de Cerbellón, Peñaflorida, Noroña, Campomanes, Fernán Núñez  y Floridablanca y los duques de Medinasidonia, Infantado, Montellano y Aliaga). A la nobleza de sangre, con los “manteístas” en el poder, sucedió la nobleza del cargo. Pero también contribuyeron a la estimación pública los premios conseguidos, estímulo a la creatividad antes ignorado por las instituciones, los trabajos de erudición y notoriedad, los éxitos en el teatro, la música o la poesía, o también los éxitos editoriales, tanto de eruditos como el P. Feijoo, o de extravagantes catedráticos como Torres de Villarroel, que Sempere no incluye en su Ensayo, como tampoco a otros escritores que convivieron algunos años en el Madrid de Carlos III. El infatigable Nifo fue quien propuso públicamente el 4 de junio de 1763 que serían premiados los mejores textos que concurrieran al concurso de “varios asuntos de erudición y ciencias económicas”, como “estímulo a los Literatos de nuestra España, para vindicar a la Nación de la fea nota de poco culta y civilizada”. Los siete asuntos propuestos tuvieron su respuesta, y fueron publicados, con paginación propia, al año siguiente. Sin embargo, los premiados se quedaron sin premio, porque Nifo no encontró la financiación esperada de los patrocinadores. Concluye, con el ánimo abatido, que los escritores deberían escribir sobre “asuntos de burlas y chacotas, porque los escritos graves tienen muchos enemigos y pocos lectores”.

No obstante, la idea pareció buena, y el Gobierno de Carlos III impulsó, por primera vez en la historia de España, la creación de premios literarios, económicos y sociales, quizás alentado también por los premios que en 1751 convocó la Sociedad Médica de Nuestra Señora de la Esperanza y los trienales que la Real Academia de Bellas Artes concedía desde 1754, a los alumnos más destacados de sus clases de dibujo. El 7 de octubre de 1777 la Real Academia Española anunciaba en la Gaceta de Madrid un concurso poético sobre un tema histórico: el hundimiento  de las naves por Hernán Cortés tras el desembarco en América. Acudieron al  certamen 43 poemas, siendo premiado un poeta desconocido, José María Vaca de Guzmán, Rector de un Colegio universitario en Alcalá de Henares. Otros poetas que acudieron al concurso fueron Nicolás Fernández de Moratín, José Iglesias de la Casa y Cándido María Trigueros, que volvió a presentarse al concurso académico de 1780 con una Égloga pastoral sobre la vida del campo, en la que resultó premiado Juan Meléndez Valdés. Recayó un accésit en Tomás de Iriarte, que encajó muy mal su derrota, tan engreído en su valía literaria que escribió contra la Academia y contra el premiado, polémica que atizó el siempre dispuesto para el zurriagazo, el extremeño Forner, que acusó al vanidoso Iriarte de ser “el mayor estorbo que tienen los adelantamientos de las letras en España”. También la Real Sociedad Económica Matritense se sumó desde sus inicios a la entrega de premios a sus alumnos, en las clases de oficios, industria y agricultura, en actos públicos amenizados por la lectura de poemas de los socios poetas.  Pero no me puedo olvidar de mi biografiado, Cándido María Trigueros, que consiguió ser premiado en el primer concurso teatral organizado por el Ayuntamiento de Madrid, con su comedia Los menestrales descontentos, publicada por Sancha con el título de Los menestrales (1784), que fracasó por fallos de la Compañía cómica, pero que, en unión de la otra comedia premiada, de Meléndez Valdés, sufrió una lluvia de críticas, en verso y en prosa, debida a los autores rechazados, como Tomás de Iriarte, escondido tras el seudónimo pastoril de “El zagal Dorido”. A comienzos del reinado siguiente el poeta Ignacio Merás dedicó una oda a cantar El premio, eficaz y más poderoso incentivo para restablecer y perfeccionar las Artes y Ciencias (Madrid, 1790).

El escritor puede ser original, pero también no serlo.  El plagiario se limita a publicar como suyo un texto ajeno, “letras de cambio”, llama Don Veracio Chacota” a estos escritos en Nuevo  ramo de Industria, cultivado por los adocenados escritores del día “de pane quaerendo” (Madrid, 1787), con estas palabras: “Comercio de las letras, que pueden también llamarse de cambio con bastante propiedad, porque muchísimos autores no hacen otro en el día sino poner en Madrid lo que se escribió en Londres, en París y en otras partes […] No pocos leen para escribir, escriben para ganar y ganan para comer”. (Evidente alusión al periodismo de Nifo, mal entendido). Pero hubo otros plagios menos inocentes, como el que hizo en estos años el escolapio Benito de San Pedro con una obra del Padre Terreros. No obstante, la opinión de Jovellanos, que entiende la obra publicada como “patrimonio común” que cualquiera podía copiar, añadir o refundir, era aceptada en una época en que todavía era inexistente la noción de “autoría”, porque los derechos de autor no se reconocieron hasta 1813. Algo diferente es el negro, cuyo trabajo sale a nombre de otro, que le subvenciona, como parece que ocurría con Nifo,  con Estala y con Forner, según descubrió el académico Álvarez de Miranda.

El falsario impostor miente deliberadamente inventando leyendas que presenta como reales por motivos religiosos o patrióticos, de lo que trata con gran erudición Julio Caro Baroja y que su discípulo Joaquín Álvarez Barrientos adjudica a cualquier manifestación literaria que presuponga una manipulación o un desdoblamiento de la personalidad, aunque consintiendo en que tales textos “han de ser incorporados a la historia literaria con los mismos derechos que la literatura tenida por original y auténtica”. Con un título de novela negra, en El crimen de la escritura advierte que “los falsarios son peritos en fraudes”, pero  matiza que “los conceptos de falso y auténtico son temporales, están asociados a cambios económicos y sociales, no son valores intrínsecos ni invariables”, y que “el fraude se da en todos los campos, en la historia, en la literatura, en la moda, en la alimentación y en la ciencia”. En literatura , la falsificación “es un juego, un engaño” que “traiciona el pacto establecido entre autor y lector”. No obstante, se repliega en su condena al admitir que “llamar a un escritor falsificador es despojarle de su obra, del crédito que ha conseguido con ella y de su propia identidad como creador”. El hecho doloso es que estos escritos “nacen con la intención de engañar”, y que merecen ser estudiados dentro de una “historia de la literatura apócrifa”, desde Berceo a la actualidad. Sin embargo, sus autores siempre formarán  parte de la profesión de escritor, ya que no pueden ser falsos los textos escritos por un “falsario”, que será siempre su creador (menos los plagiarios). Como afirma Barrientos, en contra de su postura crítica, “inventar un autor, un apócrifo, es el modo máximo de creación literaria” y “la falsificación se encuentra dentro del sistema y forma parte de nuestra cultura”.

Entre los motivos del que se decide a engañar a los lectores, los hay –como ya reseñó Caro Baroja- políticos, religiosos, patrióticos, económicos, de vanidad personal, de resentimiento, el simple deseo de provocar el engaño, sin beneficio propio. Pero no todos los “fraudes son iguales”.  El autor no siempre es un “falsario”, como se define a Cándido María Trigueros, a quien se le ocurrió, por pura vanidad, escribir unos poemas al estilo renacentista español, con el título de Poesías de Melchor Díaz de Toledo, poeta (inventado) del siglo XVI. Su intención fue el hacer ver a sus amigos que conocía perfectamente el estilo poético español del Siglo de Oro, y proponerlo para la renovación poética que se pretendía en el año 1773, cuando fue escrito. La “invención” fue un fracaso, porque  todos conocían al autor (que fue el primero  que usó un heterónimo en el siglo XVIII), y por las críticas que corrieron de boca en boca, sobre todo las muy sensatas de Meléndez Valdés, poeta de 22 años, .que vivía entonces en Salamanca. Este y otros escritos evidencian el gusto de Trigueros por el juego, la polémica y el desdoblamiento, como indica Álvarez Barrientos: “Trigueros se representó como hombre de letras de su tiempo, en todas las facetas que le fueron posibles”, disculpando su actitud de “jugar con la literatura y dar salida a diferentes facetas de su actividad creadora mediante la invención de personalidades poéticas”. Trigueros participa así en la gran “mascarada” de la vida cultural del siglo XVIII: usa seudónimos, iniciales, heterónimos, y textos apócrifos, es decir, ocultamientos de la personalidad, como en un literario “baile de disfraces”, tan propio de este siglo contradictorio, amante de las Luces y del “divertimento” social. Interesante la personalidad del subdiácono toledano, más quizá para el psicólogo que para el crítico literario. Lo cierto es que el bibliógrafo Sempere (o el propio Trigueros, como sospechaba François Lopez) dedicó a su figura 47 páginas de su Ensayo, más que a ningún otro escritor de Carlos III, provocando las iras de Forner.

Continuará…

(98) La república de los escritores en tiempos de Carlos III (4)

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Retrato de Carlos III (Rafael Ximeno y Planes)

LAS ESCRITORAS

En la National Gallery de Washington se puede contemplar un óleo del pintor francés Jean-Honoré Fragonard, fechado hacia 1776, que representa a una bella joven de perfil que sostiene con la mano derecha un librito que lee con atención. Su título es La lectora y su porte y compostura evidencian una delicadeza de clase alta, no popular, de lectora absorta, en un ambiente de intimidad y sencillez, muy lejos de la frivolidad de los escarceos amorosos o de las fiestas galantes, tan del gusto del mismo pintor. Esta joven lectora, culta y sensible, seguramente estaba leyendo unas poesías o una novela, de las que ya se empezaban a traducir en esos años, de exaltación del sentimentalismo. Pero, con toda seguridad, además de lectora, sentiría la necesidad de ser escritora para dar a conocer sus propios sentimientos, aunque parece que, en esta época, la poesía era un vehículo de comunicación más apropiado que la prosa.. 

Lo que también parece cierto es que en el Madrid de Carlos III todavía no había espacio para la mujer en la  República de los escritores. A lo más, se aceptaba su presencia en las tertulias caseras, en las instituciones académicas, en los saraos y en la comedia. La gran explosión de lectoras y escritoras  llegaría tras la muerte del rey, en el reinado de su hijo Carlos IV. Casi un siglo estuvieron debatiendo los sesudos varones de la Ilustración si la mujer estaba preparada para ocupar su tiempo en actividades cultas. Desde Feijoo (1726) se habían sucedido réplicas y contrarréplicas, sin llegar a una postura común, hasta que, como se dice en otro capítulo, el mismo rey ordenara el ingreso de las damas nobles en las instituciones publicas, como academias y sociedades económicas, pero sin “interferir” en las actividades masculinas, y sin hacer alusión a una posible dedicación a las Letras. Como sabemos, la Junta de Damas de la Matritense tuvo estatutos propios, que limitaban sus funciones a tareas pedagógicas y caritativas. Los únicos escritos que se conservan de estas Damas son las “oraciones gratulatorias” a la hora de su ingreso. Lo mismo ocurre con las ingresadas en otra instituciones, como las Academias, reservadas a las señoras de la aristocracia, con una escasa actividad de la pluma, limitada al ingreso, como una ‘moda’ más de este reinado. Moda que, desde luego, anuncia una nueva axiología.

La reticencia masculina a un cambio radical de las costumbres ancestrales, se explica porque la mujer que sabía escribir (un escaso 15%, que quizás llegara en Madrid al 25%) representaba un peligro latente para los hombres eruditos, y aun más para los gobernantes, entre los cuales, por supuesto, jamás se sentó una mujer, en tiempos de Carlos III. En su proyectada Academia de Ciencias y Artes (1750), Luzán propuso que las mujeres doctas fuesen admitidas en esta nueva Academia, pero el ministro Carvajal consideró la idea desafortunada. Un entremés de la misma época, manuscrito sin autor ni  fecha,  de la Biblioteca Nacional de Madrid, titulado Cada loco con su tema, en el que dialogan una mujer erudita, una beata y una petimetra, con Hipócrates y Demócrito, se hace burla de la “bibliomanía” de la erudita, que se olvida de sus obligaciones de mujer, esposa y madre, por competir con el hombre en el “oficio” de lector y de escritor, cuya honradez se pone en tela de juicio, “que ya en las gentes de letras/ es la desvergüenza oficio”. Opinión predominante en la sociedad, que fue cambiando a partir del reinado de Carlos III.

En las polémicas en defensa del género femenino como apto para la cultura, en tiempos del “mejor alcalde” hay que destacar la “obra semanaria” de Valladares de Sotomayor El dichoso pensador (1766) con el título de “Desagravio de las mujeres, sus prendas, excelencias y sublimidades, por las que se discurre y prueba que igualan, si no exceden, a los hombres en saber, discurrir y gobernar”y el primer libro feminista, Las mujeres vindicadas de las calumnias de los hombres (Madrid, 1768) de Juan Cubié; y muchos años después, los artículos feministas insertados en la prensa de Madrid: “Reflexión sobre la instrucción de las mujeres” (Diario de  Madrid, t.V, 1787, pp. 370-379) o las del colaborador habitual del Correo de Madrid, Manuel de Aguirre, defendiendo la igualdad entre hombre y mujer. Sin embargo, en ningún momento encontraron las mujeres en los escritores varones el menor estímulo para formar parte de la República de los escritores, antes bien el rechazo de personajes ilustres, como Cabarrús. Un papel de “Doña Taciturna de la Cueva” (1786), que pretendía intervenir en la polémica entre Forner y Huerta, quedó inédito por la censura del profesor Ignacio López de Ayala.

La primera publicación femenina importante en Madrid data de 1755, con un dictamen favorable del fiscal y dos aprobaciones eclesiásticas: es una traducción del Modo  de enseñar y estudiar las Bellas Letras, para ilustrar el entendimiento y rectificar el corazón, del Rector de la Universidad de París, Mons. Rollin. La traductora fue la asturiana María Catalina de Caso, quien dedicó su trabajo, en cuatro tomos, a  la reina Bárbara de Braganza (Madrid, 1755). Pasados unos años, y ya con un nuevo rey en el trono, la hermana del jesuita José Francisco de Clavera costea sus obras piadosas, como la Educación cristiana, caritativa y piadosa (Madrid, 1762), mientras que la hija del conde de Alcolea, María Antonia Fernanda de Tordesillas Cepeda consiguió que el impresor Ibarra le publicara una traducción del francés, Instrucción de una señora cristiana para vivir en el mundo santamente (Madrid, 1775). Libros de piedad, como tantos otros, para la formación una “señora cristiana”. Pero que no participan de las deseadas reformas de la Ilustración. La integración de  la mujer en el movimiento ‘ilustrado’ vendría por otros cauces de secularización.

No  obstante la escasez de datos, algo se puede decir de las escritoras existentes en España, entre 1759 y 1788, repasando las nóminas ya publicadas para todo el siglo.  El censo total, según las bibliografías consultadas registra unas treinta escritoras en toda España,  media docena de ellas con residencia temporal en la capital de la monarquía, pero las hay antes y después del reinado de Carlos III. Por ejemplo, son anteriores: Ana María Egual, marquesa de Castellfort (1698-1735), y Teresa Guerra (Cádiz,1725); posteriores: Nicolasa Helguero y Alvarado, monja bernarda, que tiene unas poesías de 1794; Inés Joyes y Blake, feminista activa, cuyo teatro es de 1798; lo mismo le ocurre a la madrileña Isabel Morón (1792); María Lorenza de los Ríos, marquesa de Fuerte Híjar, que publicó un Elogio de la reina en 1798; María Romero Masegosa que tradujo a Mme.de Grafigny en 1792; Clara Jara de Soto, vecina de Madrid, que publicó poesías en la prensa y El instruido en la Corte en 1789, y María Antonia del Río y Arnedo, traductora de la “novela epistolar” Cartas  de madama de Montier a su hija (Madrid, 1796-98) en tres volúmenes, de Le Prince Beaumont  y Sara Th. de Saint Lambert (Madrid, 1795) y la valenciana Leonor Lazombert, que envió sus poesías al Diario de Valencia en 1796. En el nuevo siglo aparecen  Magdalena Fernández y Figuero, con una traducción de 1803; María Gasca y Medrano, de 1800 y la poetisa canaria Joaquina Viera y Clavijo, que publicó un tomo de Poesías en 1803. Hacia 1785 las mujeres encontraron en la prensa un refugio para expresar sus sentimientos, sobre todo con poesías íntimas. “Este repentino florecer poético femenino en la prensa comenzó a verse hacia el fin de la vida de Carlos III y se intensificó en los años noventa, cuando el gobierno de Carlos IV prohibió la publicación de toda obra relacionada con asuntos políticos durante la guerra con Francia. Las mujeres aprovecharon la ocasión para ver publicados sus versos”. Por otra parte, la polémica feminista continuó su larga marcha por los periódicos madrileños.

Es evidente, por tanto, que el número de mujeres escritoras en la sociedad madrileña de Carlos III es exiguo en comparación con las que aparecen, ya originales, ya traductoras, en el reinado siguiente, conocidas por las poesías publicadas en los periódicos de Madrid, auque muchas de ellas aparecen con seudónimo (“La ninfa del Segre”, “La pastora del Jarama”, “Una poetisa cantábrica”, “Juanita la curiosa”, “La observadora”, “La Principianta”, “La sensible”, etc.) . Desde luego, en los primeros años del siglo XXI se ha incrementado el estudio de las mujeres escritoras, en especial del XVIII, por ser el comienzo de la emancipación de la mujer. La hispanista norteamericana Constance A. Sullivan reduce a cuatro escritoras las de mayor creatividad literaria de España en el siglo XVIII: Josefa Amar y Borbón, María Gertrudis de Hore, María Rosa Gálvez y Margarita Hickey. Con la particularidad de que ninguna de ellas era madrileña, y sólo tres se pueden incluir en la nómina de escritoras del reinado de Carlos III, ya que hay que exceptuar a María  Rosa Gálvez Cabrera, malagueña, nacida en 1768, que publicó su primera tragedia en 1801. Era sobrina del ministro de Carlos III José de Gálvez y prima del primer conde de Gálvez, Bernardo de Gálvez, Virrey de Nueva España. Casada en Málaga con su primo el capitán  José Cabrera, el matrimonio se trasladó a Madrid después de la muerte de Carlos III. Se dice que era amante de Godoy cuando falleció prematuramente en Madrid, a los 38 años. Fue enterrada, como las actrices famosas, en el cementerio anejo a la iglesia de San Sebastián.

Margarita Hickey, nacida en  Barcelona cuyas Poesías no se pudieron imprimir en Madrid  hasta 1789, mantuvo una relación íntima con el escritor extremeño Vicente García de la Huerta, al que dedicó varios sonetos, publicados por Philip Deacon en un articulo de1988, uno de cuyos párrafos está dedicado a los “Aspectos autobiográficos de la poesía entre Huerta y Margarita Hickey”.  Su padre, nacido en Dublín, era Teniente Coronel de Dragones, en Madrid, que la casó con uno de sus amigos, el Ayuda de Cámara del rey, Juan Antonio Aguirre, del que enviudó pronto. Era sumamente culta y conocía a la perfección el idioma francés, del que tradujo la Zaira y la Alcira de Voltaire. La traducción de la Andrómaca de Racine, aunque publicada en 1789, estaba ya escrita en 1759, como atestigua una “carta” de Agustín de Montiano fechada el 16 de mayo de 1759, y la censura de Nicolás Fernández de Moratín. La copia de Zaira conservada  en la Biblioteca Nacional de Madrid, tiene adiciones y correcciones de otro contertulio de Montiano, el político vasco Eugenio de Llaguno. Fue admirada por todos, no sólo por su belleza y desenfado, sino por su ansia de libertad y adhesión a las ideas ‘ilustradas’. Es un icono del feminismo en el Madrid de Carlos III, donde falleció en 1793.

Josefa Amar era aragonesa y vivió en Zaragoza, aunque a los quince años la casaron en Madrid (1768) con un viudo mucho mayor que ella, según anota C. Sullivan. Tenía un hermano sacerdote y estaba emparentada con el conde de Aranda. Tradujo los seis volúmenes del abate Lampillas (Zaragoza, 1782-84), Ensayo histórico-apologético de la Literatura española, que tuvo una segunda edición “corregida, enmendada e ilustrada con notas por la misma traductora” (Madrid, 1789) y la Respuesta de Lampillas a Tiraboschi (Zaragoza, 1786). Es una traductora ‘ilustrada’, cuyo sitio debe estar entre los numerosos varones dedicados a la traducción, de que se ha tratado en un párrafo anterior. En 1784 era “socia de mérito” de la Aragonesa de Amigos del País, y de la Matritense tres años después. No obstante, es más conocida por su feminismo activo como escritora, que es lo que más ha suscitado atención de la crítica moderna. En el Memorial Literario de Madrid, publicó su Discurso en defensa del talento de las mujeres (1786, pp. 399-430) y su Oración gratulatoria de ingreso en la Junta de Damas de la Matritense (1787, pp. 588-592). Fallecido ya Carlos III fueron  recogidas estas ideas en su más famosa publicación Discurso sobre la educación física y moral de las mujeres (Madrid, 1790).

La  gaditana María Gertrudis de Hore (1742-1801), conocida como ”La Hija del Sol”, contrajo matrimonio a los19 años con un comerciante irlandés del Puerto de Santa María, pero, con permiso de su marido, a los veinte años de convivencia, ingresó en el convento de la Purísima Concepción de Cádiz en 1778. Aunque el historiador gaditano Cambiaso dijo que su vida “jamás fue escandalosa”, C. Sullivan la califica de “adúltera arrepentida”, añadiendo que profesó en el convento “para expiar sus muchos y graves pecados”. En todo caso,  debió ser la conventual una vida tan aburrida como la marital, ya que se refugió en los poemas, que enviaba a los periódicos de Cádiz, Madrid y Barcelona, donde comenzaron  a publicarse en 1787. Su novelesca vida ha interesado a los jóvenes investigadores más que la valía de sus poemas.  Otra monja escritora, Ana de San Jerónimo, hija de conde de Torrepalma, falleció en Córdoba, en 1771. María Francisca de Isla y Losada, gallega, hermana del famoso jesuita, escribió algunos versos, que quedaron inéditos (1770). Lo mismo que la hermana de Jovellanos, Josefa, y sus ideas sobre la educación. En el amplio grupo de los escritos satíricos hay que incluir El parto de los montes (1786), de María Josefa de Céspedes.

Constance Sullivan no incluyó en su estudio la obra dramática de la noble joven vasca, Rita Barrenechea, nacida en Bilbao  y fallecida en Madrid a la temprana edad de 37 años (1758-1795), que ha sido objeto de estudio en los últimos años. Era hija de la marquesa de La Solana, de quien heredó el título, y contrajo matrimonio en 1765 con el conde del Carpio (Juan de la Mata Linares), que fue Alcalde del Crimen en Barcelona y después ministro del Consejo de Órdenes, cargo que le obligó al traslado a Madrid, en los últimos años de Carlos III. Se cuenta entre las fundadoras de la Junta de Damas de la Real Sociedad Económica Matritense. Al enviudar, prefirió ser conocida con el título de su marido, condesa del Carpio. Como tal, fue retratada por Goya, en cuadro que se conserva en el Louvre de París. Su sitio en la nómina de escritoras de este reinado se debe a ser la autora de dos piezas teatrales, editadas recientemente. La primera, titulada La aya lo fue con estudio preliminar por María Jesús García Garrosa, y la segunda, Catalín, por la Directora del Instituto Feijoo de Estudios del siglo XVIII, mi buena amiga y trabajadora incansable, Inmaculada Urzainqui. Esta segunda pieza teatral, en un acto, fue impresa en 1783, sin nombre de autor, en Jaén. No he visto esta edición, pero supongo que se trata de un falso pie de imprenta, y que en realidad fue impresa en Madrid, donde vivía la condesa. La nómina se completa con Ana Muñoz, que  imprimió en Madrid (1779) una traducción de Las conversaciones de Emilia, de Mme, Epinay, libro no localizado. Para completar el tema, se puede consultar el reciente trabajo de María Jesús García Garrosa.

Continuará…

(97) La república de los escritores en tiempos de Carlos III (3)

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Retrato de Carlos III (Rafael Ximeno y Planes)

LOS TRADUCTORES

Quien “traduce” de un idioma a otro, aun sin ser un verdadero “creador”, debe contar no sólo con una buena formación en su propio idioma, sino también con el “buen gusto” necesario  para saber adaptar su versión a las peculiaridades del idioma al que se traduce, que es, en definitiva, el texto que va a llegar a las manos de los lectores. “C’est le goût qui decide partout”, escribió D’Alembert en su Essai sur la traduction: “El traductor debe imitar a un viajante. Éste, para su comodidad, cambia algunas veces una pieza de oro en muchas de plata, y otras veces al contrario; así el que traduce debe portarse en el cambio de las voces, atendiendo siempre que en el trueque de ellas no  se altere su valor. ¿Pero es acaso el instinto el que debe guiarle para hacer este trueque? No, por cierto, el buen gusto sólo es el que lo decide”. De aquí que haya motivos suficientes para incluir a los traductores en este  epígrafe de la República de los escritores, que sin ellos quedaría incompleta.

Si entre 1750 y 1770 se han contabilizado medio centenar de traductores del francés, en los años siguientes la cifra se dispara, triplicándose, a tenor de los datos publicados más recientemente. Según los tomos de mi Bibliografía de autores españoles del siglo XVIII, se aproximan a mil doscientos títulos las obras de idiomas ‘vivos’ traducidas en esta época, con absoluto predominio de las obras francesas, que alcanzan el 64,91% del total. Le siguen, de lejos, las italianas (22,90%), las inglesas (7,28%), las portuguesas (3,77%) y las alemanas (1,4%). Traducir al castellano fue en el siglo XVIII una “práctica” habitual de gran parte de los escritores originales, que esporádicamente publicaban alguna  traducción, pero interesan sobre todo los traductores, digamos, “profesionales”, que ocuparon gran parte de su vida en las traducciones de muchos volúmenes, aunque, su ocupación principal (y fuente de sus ingresos) fuese muy distinta, pero cuyo trabajo ha propiciado muchos estudios actuales como tema fundamental para conocer las limitaciones, las polémicas y el sentido de las Luces en España. Que el tema de las versiones  interesaba ya en tiempos de Carlos III lo demuestra la obra del bibliotecario Juan Antonio Pellicer y Saforcada (1738-1806), Ensayo de una Biblioteca de traductores españoles [antiguos] (Madrid, 1778), que tenía como fundamente bibliográfico la edición de la Biblioteca Hispana Nova (Madrid, 1783) en la que había colaborado Pellicer, importante editor del Quijote, autor de una Vida de Miguel de Cervantes y de una disertación sobre historia de Madrid, ya en el reinado siguiente. Las traducciones, a pesar del “cordón sanitario” de Floridablanca, continuaron durante los años siguientes, sobre todo porque las traducciones, como indican los inventarios de bibliotecas, eran el cauce más frecuente de información en la sociedad  madrileña, no especialmente culta, que sólo conocía el español.

Un estudio de 1991 presenta una “aproximación” a las ‘tendencias’ temáticas de las traducciones en la segunda mitad del siglo XVIII. Hay un enorme predominio de obras de religión (32,15%), mientras que los científicos se quedan en la tercera parte (11,98%). En la literatura “devocional”, como la califica Teófanes Egido, en los años de Carlos III se publican las traducciones de los grandes escritores  “ortodoxos” de Francia, como Bossuet,  por el secretario del marqués de Ariza, Miguel José Fernández; el teatino Pedro Díaz de Guereñu, que publica en castellano (Madrid, 1777-78) el Año panegírico (antología de sermones en 17 volúmenes); Ignacio Merás, ayuda de Cámara de Carlos IV, a quien se debe la traducción, en 14 volúmenes, de la Historia eclesiástica de Ducreux (Madrid, 1788);  Pedro Antonio de Tenzano, que traduce la obra del Obispo de Sisteron, Retiro de algunos días para una persona del mundo (Madrid, Sancha, 1779); el fraile mínimo Jaime Serrano tuvo un gran éxito en Madrid con la traducción de los Salmos de David, de Lallemant (1785, 86 y 88); el párroco de Chinchón y capellán del Infante D. Luis, Miguel Ramón Linacero, madrileño, tradujo en dos volúmenes Conversaciones familiares de Doctrina cristiana entre gentes del campo, artesanos, criados y pobres de  Mme. Le Prince Beaumont (Madrid, 1773). Pero los dos grandes traductores madrileños de obras piadosas, muy conocidos en la Villa y Corte, son el capellán del monasterio de la Encarnación, Joaquín Castellot, que continuó en 1773 el Año cristiano de Croisset, que venía publicando el P. Isla, con otras diez obras francesas traducidas entre 1771 y 1788, la Embriología sagrada, de Cangiamilla (Madrid, 1774), la Semana Santa cristiana (Madrid, Sancha, 1776), y una Historia de las fiestas de la Iglesia (Madrid, 1788). No se autorizó su ensayo Paralelo de las costumbres de este siglo con la moral de Jesucristo (1771), “por elogiar a los jesuitas”.  Finalmente, Joaquín Moles, teólogo de la Nunciatura,  debía tener mucho tiempo libre para entregarse con afán a las traducciones, ya que ocupó durante poco más de veinte años las librerías madrileñas, con sus obras apologéticas, muy vendidas, en total de 21 títulos, entre los que hay que destacar las Meditaciones cristianas de la Infanta de España Isabel de Borbón, primera esposa del archiduque José, después emperador de Alemania (Madrid, 1767).

Sin embargo, predominan en las traducciones religiosas los “reaccionarios” franceses, como el jesuita C-F.Nonnotte (1711-1793) que escribió contra Voltaire, en traducción del mercedario español Pedro Rodríguez Morzo, “predicador del Rey y su  censor de libros”. Su gran objetivo es condenar la “tolerancia”, que “no sólo es una iniquidad ofensiva a Dios; es también un desacato que oprobia la razón y un escándalo funesto que precipita a la condenación eterna”. El sacerdote Gabriel Quijano, conocido por su escrito sobre las tertulias, tradujo varias obras de Jamin, sobre todo el Antídoto contra los malos libros de estos tiempos (Madrid, 1784). Un abogado de Valladolid, Francisco Javier Represa y Salas, tradujo en 1778 el libro del dominico italiano Antonio Valsecchi (1708-1791), De los fundamentos de la religión y de las fuentes de la impiedad (Padua, 1765). También trata de combatir “las doctrinas impías de los libertinos y deístas” la obra del canónigo de París M. Bergier, traducida por el fraile mínimo Nicolás de Aquino, El deísmo refutado por sí mismo (Madrid, 1777). Otros reaccionarios franceses que tuvieron gran acogida en España pertenecen al periodo revolucionario, cuando el contraste de ideas llegó a su culminación, como estudia Antonio Elorza y con más detalle el profesor Javier Herrero en Los orígenes del pensamiento reaccionario español (Madrid, Edicusa, 1971). Es preciso incluir aquí la obra de C.M. Pastoret, Compendio histórico de la vida del falso profeta Mahoma (Madrid, Sancha, 1788), del escolapio y bibliotecario de la Real Academia de la Historia, Joaquín Traggia (1748-1813).

Los traductores ‘esporádicos’, es decir, quienes se ocupan de llevar a la imprenta obras originales, pero que, en algún momento, consideran necesario traducir alguna obra de interés, son casi todos científicos, historiadores, políticos, juristas y dramaturgos, de los que se hablará en otros capítulos. Aquí bastará citar algunos nombres: el padre jesuita Esteban Terreros (1707-1782), profesor del Colegio Imperial y autor del utilísimo Diccionario castellano con las voces de ciencias y artes (Madrid, 1786-1793), que había traducido en 16 volúmenes el Espectáculo de la naturaleza, del abate Pluche (Madrid, 1753-55), obra tan aceptada que tuvo otra tres ediciones en este reinado (1757-68, 1771-1773  y 1785); el periodista Nifo, dedicó gran parte de su trabajo a la traducción de dieciocho obras de Caraccioli (1775-1783), con 56 reimpresiones, uno de los best-sellers del siglo, también traducidos por otros, como Francisco Lago, que no llegó a imprimir los doce volúmenes manuscritos del marqués de Caraccioli que se conservan en la Biblioteca Universitaria de Valencia ; el también periodista, José Clavijo y Fajardo, oficial del Archivo de Estado, tuvo tiempo para traducir, en 21 volúmenes, la Historia Natural, de Buffon (Madrid, 1786-1805); el ingeniero Tadeo Lope y Aguilar, entre otras actividades, encontró tiempo para ofrecer en español dos obras fundamentales de la ciencia moderna, los tres tomos de Elementos de Historia Natural y Química, de Fourcroy (Madrid, 1783) y los  Elementos de Física teórica y experimental, de Sigaud de La Fond, en seis volúmenes (Madrid, 1787-89). Casimiro Gómez Ortega (1740-1818), boticario y botánico de Madrid, entre otras obras originales, tradujo todas las obras botánicas de Duhamel de Monceau (Madrid, 1763-1818). De Manuel Rubin de Celis, gran ensayista, conservamos tres traducciones importantes: el Arte de Barbero, de Garsault (Madrid, 1771), el Tratado del cáñamo, de Marcandier (Madrid, 1771), y la Historia de los progresos del entendimiento humano, de Savarien (Madrid, 1775). Diego Antonio Rejón de Silva, militar y oficial de la Secretaría de Estado, es traductor de unas Instituciones militares  (Madrid, 1776), de los cinco tomos de las Disertaciones de la Academia Real  de Inscripciones de París (Madrid, Sancha, 1782-86) y de dos obras fundamentales para la historia del arte, el Tratado de pintura de Leonardo da Vinci  y la  Historia de las Artes entre los antiguos, de Winckelman (ambas de 1784).

La medicina salió muy beneficiada por las traducciones. El madrileño Felipe López de Somoza, médico-cirujano de los Reales Hospitales de Madrid, tradujo estudios sobre los partos, las enfermedades venéreas y la rabia (1783-86); José Alsinet, médico de la Real Familia, tradujo la obra de Pommé sobre los ataques histéricos de las mujeres (Madrid, 1776); el médico madrileño Bartolomé Piñera pone en español  títulos franceses sobre el  las úlceras, de Bell, sobre el baile de San Vito, sobre el carbunco, sobre la rabia y los cuatro volúmenes de Cullen sobre Medicina práctica (1788); finalmente, los hermanos Galisteo Xiorro, a quienes tanto debe la medicina de Carlos III, ya que, entre los dos, tradujeron veinte obras de los mejores especialistas franceses, desde el año 1761, poniendo al día en España  los adelantos médicos  de Francia. Se completan las traducciones científicas con escritores como Benito Bails (1781), Francisco Pérez Pastor (1771) y Miguel Copin (1784);  las pedagógicas con la Biblioteca completa de educación o Instrucciones para las señoras jóvenes en edad de entrar ya en la sociedad y poderse casar, de Le Prince de Beaumont, en seis volúmenes, por José  la Iglesia (Madrid, 1779-80); Cristóbal Palacio, a quien se debe la traducción de Escuela de señoritas (Madrid, 1784), y las Instrucciones de un padre a sus hijos, de Percival (Madrid, 1786);  la Escuela de costumbres, de Blanchard, por Ignacio García Malo, en cuatro volúmenes (Madrid, 1786),  y la Guía de la juventud por Miguel Fernández (Madrid, 1780). 

Entre las traducciones de tema económico y político destacan las referidas a la riqueza, la industria y el comercio de las naciones de Europa, por Domingo de Marcoleta  en los años setenta; las Instituciones políticas de Bielfeld, en seis volúmenes (Madrid, 1767), por Domingo de la Torre, oficial mayor de la Superintendencia de Juros; la Historia crítica de la vida civil, de Martinelli (1782) y ya en el reinado de Carlos IV aparece la traducción de José Alonso Ortiz, de la obra más importante de tema económico, la Investigación de la naturaleza y causas de la riqueza de las Naciones, de Adam Smith (Valladolid, 1794). Pero no se deben omitir dos nombres de completa dedicación a las traducciones: Miguel Jerónimo Suárez Núñez, quien, por encargo de la Junta Real de Comercio, de la que recibía su sueldo, vertió al español en veinte años (1771-1791) las publicaciones más novedosas aparecidas en Francia sobre industria y comercio, en total catorce obras, a las que se deben sumar los 12 volúmenes de   Memorias instructivas y curiosas sobre los mismos temas, de las que se tratará en otro capítulo.  Otros traductores,  pertenecientes a la vida militar, ocuparon sus ratos libres con un trabajo de gran utilidad pública.  Es el caso del Teniente Coronel de Caballería Bernardo María de Calzada, quien desde 1784 dio a la imprenta veinticinco traducciones, desde La Lógica de Condillac (1784) hasta Don Quijote con faldas de Charlotte Lennox (Madrid, 1808).

Un caso curioso, anecdótico pero extraño, es el que presenta un traductor asturiano, de Luarca, de nombre José María Merás, que publicó El héroe del Norte. Endecasílabos con motivo de la muerte de Federico II, Rey de Prusia(Madrid, 1786) y la traducción, con censura favorable de Ramón de la Cruz, la tragedia Pigmalion (Madrid, 1788), pero a quien se negó la licencia a su traducción de la Obra póstuma de Federico II, Rey de Prusia, en 1791, por su “mala traducción y absoluta ignorancia del idioma francés”. Lo extraño del caso es que, según se puede leer en  la portada de sus libros, “desde la edad de 2 años quedó absolutamente ciego de las viruelas”, y usó el seudónimo de “Meriso Oftálmico”. Conozco algún otro escritor ciego, como José Santos Capuano, “el ciego de junto a San Marcos” [iglesia de Madrid], traductor de obras morales, y el gaditano Domingo M. Zacarías Abec (1704-1775), de los clérigos regulares, que quedó ciego en su juventud, pero ningún otro traductor, privado de la vista a los dos años y que pudiera escribir sin  dificultad. La negativa a publicar la traducción por su ignorancia del francés me da pie para recordar que, durante estos años, fueron constantes las denuncias por las malas traducciones, hasta llegar a la propuesta de Daniel Sanz para la creación de un “cuerpo de traductores, de la que se da noticia en el Memorial Literario de febrero de 1785, pp. 189-195.

Los testimonios críticos son abrumadores.  Sin duda, la progresiva dignificación del libro y de sus autores durante este reinado contribuyó al aumento constante de los jóvenes que veían en la escritura una forma de encarar el futuro con fundadas esperanzas de prosperar. De aquí que se multiplicaran las traducciones, sin control, realizadas por personas de escasa formación cultural, pero sobre todo lingüística. El fenómeno se detecta y denuncia a partir de la obra de Antonio de Capmany Arte de traducir el idioma francés al castellano, publicada por Sancha en 1776, uno de cuyos beneficiosos efectos fue la defensa apasionada de la lengua española. El satírico Forner escribió sobre  las Exequias de la lengua castellana contra los malos escritores (1782) y al año siguiente, Rubin de Celis se ocupó de las malas traducciones en un largo párrafo de sus Cartas, observaciones y disertaciones sobre algunas bagatelas y parvuleces que se han impreso en Madrid de tres años a esta parte (Madrid, 1783): “Ha llegado a tal punto la epidémica disentería de escribir, y a tanto la osadía de muchos, particularmente de los traductores, que los más de ellos, sin saber la gramática latina, francesa, italiana ni española, y sin saber regla alguna de traducir, nos ofrecen todos los días libros de versión tan depravada que se necesita otro traductor de aquella traducción”. El soriano Ranz Romanillos (1759-1830) publicó un Desengaño de malos traductores (Madrid, 1786) contra el prolífico Bernardo María de Calzada. En diciembre de 1785 (pp. 517-533) el Memorial Literario  vuelve a la carga con  una anónima “Carta sobre el abuso de las malas traducciones y utilidad de reimprimir nuestros buenos autores” y en enero de 1788 con otra sobre el exceso de traducciones: “”Estamos inundados de traductores; pocas traducciones de las que salen importan algo”. Por fin, en la Carta escrita por D. Quijote de La Mancha a un pariente suyo (Madrid, 1790), el autor se pregunta “si no se han acabado en España los hombres capaces de componer obras, puesto que los más se dedican a traducir”. 

Continuará…

(96) La república de los escritores en tiempos de Carlos III (2)

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Retrato de Carlos III (Rafael Ximeno y Planes)

Al siglo XVIII corresponde también el honor del ‘descubrimiento’ del mejor escritor español del Siglo de Oro, Miguel de Cervantes, corona y gloria de aquella República literaria. En este siglo se reimprimió tres veces la Galatea, dos el Viaje del Parnaso, nueve las Novelas ejemplares, ocho el Persiles, y treinta y siete el Quijote. Las Comedias y Entremeses cervantinos se publicaron conjuntamente por primera vez en 1749. Imitaciones, continuaciones, dramatizaciones, traducciones y polémicas literarias mantuvieron vivo el recuerdo y la importancia literaria de Cervantes en este siglo “que llaman ilustrado”, en que el ‘quijotismo’ toma carta de naturaleza en nuestro idioma como una ridícula pretensión de encumbramiento social sin méritos para ello. El impresor madrileño Antonio de Sancha, reinando Carlos III, se atrevió a publicar en 21 volúmenes las Obras en prosa y verso de Lope de Vega (1776-79), una de las mayores empresas editoriales del siglo, después de las del P. Feijoo. La poesía estuvo muy presente en las reediciones, como las de Quevedo, en edición de Luis J. Velázquez (1753), las de Villegas (1774), y sobre todo en la Colección de poesías castellanas, publicada en veinte volúmenes por el escolapio Pedro Estala (1786-98). Pero, sin duda, el poeta español renacentista más elogiado e imitado fue Garcilaso de la Vega, cuyas Poesías vieron la luz gracias al diplomático José Nicolás de Azara. Es muy conocida la opinión de Cadalso, cuando afirmó que “nuestra buena poesía es la que nace con Garcilaso”. Son los mejores autores en los que se miran los escritores del XVIII, para renovar las glorias de la República literaria española del Siglo de Oro.

EL CENSO DE ESCRITORES

La Casa de Austria en España ha tenido la suerte de contar  con un censo de escritores “a su servicio”, casi la única forma de medrar en las letras. En el siglo XVIII, la profesión evolucionó, como se verá, pero Carlos III de Borbón tuvo, además, la inmensa suerte de contar durante su reinado con servidores eruditos, como el abogado de los Reales Consejos, Socio de  mérito de la Real Sociedad Económica de Madrid y Secretario de la Casa y Estados del marqués de Villena, Juan Sempere y Guarinos (1754-1830), quien,entre otros escritos de gran mérito, se ocupó de censar a los mejores escritores del  reinado, en un conocido Ensayo, en seis tomos, que fueron apareciendo entre 1785 y 1789, pese a la opinión crítica de los censores. Cada tomo fue censurado por un académico de la Historia. El 28 de mayo de 1789 está firmada la censura de los tomos 5º y 6º por Jovellanos, quien advierte que el autor “se ha valido de malos copiantes, por lo que está lleno de muchos errores y mentiras”. Además, el censor había propuesto “varias advertencias, con que se ha conformado el autor”, entre otras, la inclusión biográfica de tres escritores que, a su juicio,  faltaban: Enrique Ramos, Martín de Ulloa y fray Bernardo Zamora. El autor, en el “Discurso preliminar”, escribe sobre “los grandes y tan notorios adelantamientos en la Literatura española en el actual reinado de Carlos III”, a quien colma de elogios.

Desde comienzos de siglo, sigue Sempere, entre los españoles “se fue extendiendo el estudio de la lengua francesa, y con ella el conocimiento de los buenos libros, con que aquella sabia Nación ha adelantado la Literatura. Aunque al principio muchos la despreciaban, o por desafecto a los franceses o por la falsa persuasión en que estaban nuestros nacionales de que no había más que descubrir en las ciencias que lo que se sabía en nuestro país, después fue gustando poco a poco, hasta que llegó a hacerse de moda y a componer una parte de la educación de la nobleza. El P. Feijoo tenía formado un concepto tan elevado de su utilidad que no dudó anteponer su estudio al de la griega y demás orientales”. Así, cuando los españoles fueron conociendo el pensamiento de los mejores escritores franceses, basado en la razón, el juicio crítico y el buen gusto, abandonaron “las preocupaciones que la ignorancia había autorizado, haciendo los mayores esfuerzos para introducir un gusto mejor y más conforme a la razón en la Literatura”. Esta declaración de principios, abjurando de la España barroca y poniendo el origen de nuestra modernidad más allá de los Pirineos, es una idea subliminal que se aprecia en la obra de Sempere, liberal y afrancesado al estallar la “crisis patriótica”.

Pero, si Sempere anota con agrado la erudición creciente en los reinados de Felipe V y Fernando VI, amplía sus halagos al llegar a Carlos III, escribiendo que “el año de 1759 fue muy feliz para la Literatura Española, por la exaltación gloriosa al trono de nuestro Augusto Monarca (que Dios guarde)”. Alaba su “exquisito juicio, así en la elección de los sujetos que le habían de servir en el Ministerio, como en la protección y favor dispensado a los útiles proyectos […] y de otros infinitos establecimientos y providencias que eternizarán la memoria de tan benéfico Rey”. Confiesa que “no intento escribir la Historia Literaria de este siglo. Mi ánimo sólo es insinuar las causas que más han contribuido a formar el gusto que reina ahora entre los españoles […]. Mi discurso sólo se limitará a los notorios adelantamientos que ha tenido en este Reinado el buen gusto en la Literatura” (no se olvide el concepto amplio que se tenía en el XVIII de la Literatura, englobando a todas las ciencias y artes). Reconoce las dificultades de su Ensayo, porque “si se hubiera de atender con todo rigor al título de la obra, acaso podría acabarse con bien pocos pliegos”, ya que “los hombres grandes y los sabios de primer orden en todas partes son muy pocos” y sobre todo porque “incluir en una Biblioteca a todos los que se han presentado en el público con el título de Escritores, sería confundir la gloria que se debe a los verdaderos literatos con el desprecio que deben causar los que únicamente han trabajado para desacreditar las Ciencias,  para retardar sus progresos”.

En efecto, este censo “selectivo” logró llenar de vanagloria y agradecimiento a los elegidos, pero también de rencor y menosprecio a los excluidos. Esto explicaría muchas de las rencillas literarias posteriores y las críticas al conjunto de la obra, donde  figuran solamente escritores que “han manifestado algún gusto en su modo de pensar”, excluyendo aquellos que son autores de muchos tomos, pero cuya utilidad era muy escasa, porque “los libros solo se estiman por el peso en las boticas y en las tiendas, donde se necesita el papel para envoltorios”. La Biblioteca está ordenada alfabéticamente, pero en ella se incluyen, además de los escritores seleccionados (dos centenares), instituciones culturales como las academias, las sociedades económicas, las imprentas, los periódicos, con algunas páginas dedicadas a cada una de las ciencias y sus progresos en España. El resultado es una obra desigual, que cubre la biografía de  escritores, de estatus social y profesiones distintas: nobles, políticos, militares, periodistas, científicos, traductores, eclesiásticos y literatos en general, la mayoría de ellos residentes habituales o esporádicos en la capital de España. Sabemos con seguridad que solamente una veintena de estos escritores habían nacido en Madrid, lo cual confirma que la capital de  España era un polo de atracción imperioso para los intelectuales de todas las regiones del país, que aquí encontraban las más importantes instituciones, las mejores imprentas, los más generosos mecenazgos y las soñadas alturas más difíciles de escalar. El porcentaje de madrileños de nacimiento que lo consiguieron es insignificante al lado de tanto poeta y escritor emigrante, abocado al clamoroso fracaso más que a la victoria en un campo tan pantanoso como la literatura. Desde luego, sólo vencieron los “mejores”, y a ellos habrá que acudir al intentar una somera revisión de esta soñada República. 

Consultando mi Bibliografía de autores españoles del siglo XVIII,  el número de quienes publicaron algo en Madrid entre  1759 y 1788, llega a  la cifra de 2.500 escritores, de todas las tendencias y estilos, según el cálculo realizado en 1996 por el recordado François Lopez. Descontando a los “mejores” de Sempere, son más de dos mil los que cabría incluir entre los “mediocres”, “malos” o “pésimos”, según el criterio del alicantino. Las estadísticas casi nunca son fiables, pero menos en esta ocasión, en que resulta imposible “medir” la bondad o maldad de un escritor, siendo tan subjetivo el juicio crítico de un comentarista. Lo que parece cierto es que, a grandes trazos, sea por motivos de estilo, de ideología, o de “mal gusto”, la mayoría de los escritores era, en los mejores tiempos de la Ilustración, de una mediocridad palmaria, fanáticos o vulgares,  incapaces de abandonar sus prejuicios y constante freno a las ilusionadas reformas del monarca y de sus ministros. El mismo Sempere, tan soñador como utópico, liberal moderado y con Francisco Martínez Marina “uno de los padres de la Historia del Derecho español”, tan ilusionado con el futuro cultural de España, llegó a desengañarse en 1822, al reconocer “que no pudieron llevarse a efecto las reformas proyectadas”. 

Habrá que volver a la citada Bibliografía para ordenar los escritores de este reinado, agrupándolos en dos categorías sociológicas: eclesiásticos y civiles. Los primeros pueden pertenecer a dos grupos diferentes según el Derecho Canónico: seculares y regulares. Los “seculares”, es decir, los que viven “en el siglo”, también se diferencian  en jerarcas episcopales (cardenales, obispos y arzobispos), canónigos y presbíteros, con un centenar de miembros. El clero regular es más numeroso (125) y variado: franciscanos, calzados y descalzos (17), jesuitas (16), capuchinos (10), agustinos (9), jerónimos (8), mercedarios y benedictinos (7), dominicos, carmelitas, trinitarios, escolapios y mínimos (6), teatinos (4), cistercienses, basilios y  clérigos menores (3), filipenses, premonstratenses, oratorianos y hospitalarios (1). Entre los escritores civiles hay políticos y funcionarios (50), profesores, maestros y catedráticos (29), médicos/cirujanos (27), periodistas (26), militares y abogados (25) y en menor número científicos (botánicos, veterinarios, farmacéuticos, marinos), historiadores y académicos, economistas, músicos, dramaturgos y sobre todo traductores, que tanto contribuyeron a traer a España los aires de modernidad que se respiraban en Europa. Sin que pueda ser considerada propiamente una profesión, hay que dejar constancia de las 99 personas que aparecen como poetas en este repertorio de los escritores que escribieron y publicaron en Madrid durante este reinado.

Después de la muerte del rey Fernando VI en 1759, y por tanto en los primeros años de Carlos III fallecieron el político Melchor de Macanaz (1760), el jesuita Marcos Burriel (1762), el poeta José Julián López de Castro(1763)), el político Agustín de Montiano (1764) y el  benedictino Benito Jerónimo Feijoo (1764), que, sin duda, deben incorporarse al censo de escritores de Carlos III, aunque no todos se citen en el Ensayo de Sempere, cosa que ocurre en 22 ocasiones. Lo mismo debe decirse de quienes, perteneciendo a las generaciones de la primera mitad del siglo, tuvieron larga vida o murieron antes que el rey, como el conde de Torrepalma (1767), Pedro Maruján, Joaquín Benegasi  y Diego de Torres Villarroel (1770), fray Martín Sarmiento (1772), Enrique Flórez (1773), Francisco Pérez Bayer (1777), Nicolás Fernández de Moratín (1780), Gregorio Mayans y Siscar (1781), José Cadalso (1782), el arquitecto Ventura Rodríguez (1785) y Vicente García de la Huerta (1787). Los nacidos en la década de 1730 son, propiamente, los escritores que vivieron plenamente en la sociedad madrileña de Carlos III, hasta la generación de los nacidos en 1760, que son: Cristóbal Cladera, conde de Noroña, José  Vargas Ponce y Leandro Fernández de Moratín. Como concluye Buigues, “Entre los más de siete mil españoles que consigue imprimir algo en el siglo  XVIII, el medio centenar de escritores originales es  el que da vida y relieve a la literatura española de la época [de Carlos III]. Ni todos tienen el mismo mérito ni pueden ser encasillados en un mismo estilo. Son los hombres de letras por antonomasia”. Los nacidos con posterioridad a 1761 han de computarse como escritores del reinado de Carlos IV.

La gran cantidad de escritores que integran esta República virtual dificulta la clasificación y el estudio pormenorizado de especialidades y tendencias. No es lo mismo presentarse como poeta que presumir de erudito, ser un serio académico que un coplero popular, escribir sobre historia que sobre ilustraciones musicales, traducir obras ajenas  que tener el  prurito de la originalidad. Si un escritor es estimado como impulsor de nuevos estilos y teorías, otro lo es por sus cualidades empíricas,  pragmático y socialmente útil. ¿ Y qué decir de los innumerables eclesiásticos que en estos tiempos cogen la pluma para mantenerse en postulados supersticiosos, anticuados y anticientíficos, frente a mentes liberales y amantes del progreso? Muchos se ponen “a la defensiva” con la mejor voluntad, convencidos de que las novedades filosóficas atacaban el ser tradicional de la nación española. Pero, en esta inventada República deben ser recordados, sobre todo, aquellos escritores que dieron vida al movimiento cultural y político de la Ilustración, porque resultaría imposible reducir a unas pocas páginas el contenido de un estudio global, cuya noticia, por otra parte, se puede encontrar en la bibliografía. Aquí, por tanto, mencionaré solamente a quienes la historiografía considera piezas insustituibles en la sociedad intelectual de Madrid en el reinado de Carlos III, y que con sus escritos contribuyeron a la formación de la mentalidad moderna, unos mirando al pasado y otros al futuro de la nación. Pueden ser ensayistas, tratadistas, traductores o  creadores literarios, algunos escondidos tras una “máscara”, casi siempre reconocible.

Continuará…

(95) La república de los escritores en tiempos de Carlos III (1)

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Retrato de Carlos III (Rafael Ximeno y Planes)

Adentrarse en el mundo cultural de la sociedad madrileña en tiempos de Carlos III supone un ejercicio de selección ya que este es un mundo intelectual reservado a  unas pocas personas cuya valía era ajena a la sangre, la riqueza, el poder o el trasiego mercantil. Sin pertenecer a ningún gremio, casta o partido, los pensadores ‘ilustrados’ son los verdaderos artífices de los cambios axiológicos que dieron vida a la transformación de la sociedad estamental española del Antiguo Régimen en otra democrática que sólo vería la luz en 1812,  al ser aprobada por la Cortes la primera Constitución liberal del país.  Me refiero, naturalmente, a quienes dejaron por escrito sus ideas, fuesen ilustradas o reaccionarias, elitistas o populares, deudoras del ‘buen gusto’ moderno o arcaizantes, respetuosas o críticas y satíricas. Todos ellos, en su conjunto, formaron parte de la República de los escritores, con una función social insustituible. Gracias a ellos, podemos hoy conocer con bastante exactitud la ‘vida’ intelectual de los españoles, muy en especial de  los madrileños, entre 1759 y 1788.

Si en el Parnaso clásico solamente tenían cabida los autores de obras de creación, en la República de las Letras, como dice Álvarez Barrientos, “se partía de la teórica igualdad de todos sus ciudadanos”, siempre que se dedicaran a escribir, sin excluir cualquier ramo de las ciencias. Pero incluyendo las teorías literarias, la edición y comercio de los libros, el coleccionismo y la bibliofilia. Por eso, me ha parecido oportuno tratar de  la República de los escritores, considerando solamente a los autores  y sus relaciones personales. Ambos sintagmas son deudores de la República literaria del español Saavedra Fajardo, que publicó su obra como un “juicio de las artes y ciencias”.

LA REPÚBLICA LITERARIA

Don Diego de Saavedra Fajardo (1584-1648), de noble familia murciana, que había estudiado Jurisprudencia en la Universidad de Salamanca, fue un conocido escritor y diplomático, que ocupó las embajadas de España en Roma y Alemania. Viajero incasable por las principales Cortes europeas, tuvo tiempo y ocasión de escribir varios libros, de los que ahora solamente interesa la República literaria, con dos ediciones (1655 y 1670) tan diferentes entre sí que  Alberto Blecua habla de “las Repúblicas literarias”. Ambas ediciones son póstumas, pero, al parecer, en dos versiones diferentes. En todo caso, se trata de un sueño, a la manera de Luciano de Samosata, donde se describe una ciudad fantástica, habitada por las artes y las ciencias. Es una crítica interesante, con el juicio de escritores y artistas de la época, pero que en la edición de 1670 –sea quien fuere el autor o el refundidor- introduce la idea de que los “hombres de letras”  pueden ser sospechosos para el poder político, “dada su adicción a las novedades y su tendencia a la crítica”, por lo que propone la conveniencia del “control” de todos los escritos.

La República literaria de Saavedra Fajardo gozó de gran popularidad entre los eruditos del siglo XVIII español, sobre todo desde que el catedrático valenciano Gregorio Mayans y Siscar publicara, bajo el mecenazgo del marqués de Villena, su Oración en alabanza de las elocuentísimas obras de Don Diego Saavedra Fajardo (Valencia, 1725) y posterior edición de la República literaria…Sale a luz corregida diligentemente según una copia manuscrita de D.G.M. (Valencia, 1730). Mayans llega a decir que “no tiene la lengua castellana otro libro que, en materia de erudición, igualmente deleite y aproveche con tanta brevedad”. Desde entonces se llegó a publicar en España una docena de veces. Durante el reinado de Carlos III se reprodujo en Valencia, en dos ocasiones (1768 y 1772) y finalmente, otra en Madrid, en la imprenta de Benito Cano, poco antes de la muerte del rey, en 1788. En esta ocasión el editor enriqueció la obra con unas “Noticias pertenecientes a Saavedra Fajardo”, por el académico José Guevara Vasconcelos. El investigador Álvarez Barrientos, que ha estudiado esta edición, destaca las notas de García Prieto sobre los falsos eruditos del siglo XVIII “que con sólo aprender los títulos de los libros, las varias ediciones que se han hecho de tal obra, y otras circunstancias menudas de bibliografía, pretenden acreditarse de sabios”, y sobre quienes escriben con “excesiva libertad” sobre religión, leyes y costumbres, propiciando una escritura “que no moleste a la Monarquía”.

Estas consideraciones, de trasfondo político, enunciadas ya al finalizar el reinado de Carlos III, sirven al editor para congraciarse con el todopoderoso Campomanes, halagando su vanidad como el impulsor de la política cultural de  la Ilustración española. Presenta el reinado de Carlos III con unos tintes exitosos, en comparación con el siglo anterior, gracias a un Gobierno “tan propicio a las letras y a sus cultivadores”. Una opinión que no se corresponde totalmente con la realidad. Lo cierto es que esta edición, ya no pudo influir en los escritores del reinado que finalizaba, pero sí en el interés de quienes suscribieron la siguiente edición, dos años más tarde, del mismo impresor madrileño, en número nada despreciable de 376 suscriptores, entre los que figuran personajes del mundo literario, como Valladares, Nifo,  Calzada, Clemencín, Cabarrús, Diego Antonio Rejón y Manuel de Valbuena, entre otros. Todavía en los últimos estertores del reinado siguiente se publicaba en un periódico madrileño un ensayo con el título de “Reflexiones sobre el estado presente de la República literaria”, ya agonizante. Para el recordado catedrático Gil Novales, la República literaria de Saavedra es, según el autor, “una sátira de la ciencia, que nada vale al humano frente a la eternidad”, identificándola con La vida es sueño de  Calderón.

La expresión República de las Letras  había hecho fortuna sobre todo a partir de 1684, año en que Pierre Bayle comenzó a publicar en Holanda su revista Nouvelles de la République des Lettres. En esta República sin fronteras, ni jerarquías ni gobierno, tenían cabida todos los escritores, aunque había diferentes “clases”, como precisaba el propio Mayans en carta al cardenal Molina, porque “en la República literaria viene a prevalecer la sentencia de los hombres sabios” (1743). En esta selecta República, “institución metafórica”, el bibliotecario Mayans consiguió un puesto de honor, a mediados del siglo, como atestigua Lorenzo Boturini en carta de 1750 al canónigo andaluz José Cevallos, al elogiar al valenciano, “aplaudido en la República Literaria por el héroe de la erudición de nuestro siglo”. En efecto, fue Mayans quien puso en manos de los lectores españoles, además de la República literaria de Saavedra,  los Orígenes de la lengua española (1737), las Reglas de la ortografia de Nebrija (1735), la Vida de Miguel de Cervantes (1737), la Censura de historias fabulosas de Nicolás Antonio (1742), las Obras del marqués de Mondéjar (1744), los Avisos del Parnaso de Corachán (1747). Posteriormente dio a luz las Obras de fray Luis de León (1761), las del Brocense (1766), las de Juan Luis Vives (1782) y la Vida de Virgilio (1778), entre otras muchas. Sin embargo, nada comparado con la antología de textos   del Siglo de Oro español, en su Retórica (1752). Su ejemplo fue seguido por otros eruditos de la época, que se interesaron por la República renacentista como el modelo a seguir en la nueva República ilustrada y neoclásica, que pudiera superar la decadencia barroquizante del siglo anterior. Hoy la estadística nos recuerda que fueron 130 los autores españoles del Siglo de Oro cuyas obras fueron reeditadas en el siglo XVIII.

Continuará…

(94) Perspectiva

A mi hija Cristina

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Si tienes un papel de cuatro esquinas

y quieres dibujar de nuestro valle

de lágrimas, estampas peregrinas,

procura que tu pulso no te falle.

Pondrás primero un par de bambalinas

y varias figuritas de buen talle.

Después irás menguando las vecinas,

buscando el horizonte de la calle.

Verás que va saliendo de tu mano

un mundo cada vez más pequeñito,

conforme se te aleja el primer plano.

El premio de tu afán será un puntito.

Y todo tu trabajo será en vano,

si quieres alcanzar el infinito.

Francisco Aguilar Piñal